jueves, 22 de junio de 2017

Review: Master of None: Temporada 2 (2017)

El optimismo como bandera


Existe algo tan especial, tan elocuente, tan… cautivador en la manera en que Dev (Aziz Ansari) ve al mundo y los que componen su sencillo universo, que incluso una simple comida en un bodegón mediterráneo o un paseo por el Central Park con esa media naranja perfecta llamada Francesca (Allesandra Mastronardi), se convierten en una especie de momento mágico y único, de esos que trascienden la simple ficción y llegan al corazón como la anécdota mejor contada.

Master of None, la comedia creada por Aziz Ansari y Alan Yang para el servicio Netflix, fue uno de esos hallazgos poco promocionados entre la vorágine de grandes éxitos que nos tiene acostumbrados todos los años el gigante del streaming, y a su vez un poco de aire fresco en la abundancia de comedias cínicas y personajes odiables, cómicamente repulsivos. Una serie que, por fuera de su impronta cercana al stand-up (ambos guionistas principales son referentes en ese ámbito), es principalmente bella desde su estética y su poética, en su optimismo genuino más que por sus comentarios mordaces o situaciones delirantes.

Si bien, ya desde su primera temporada en 2015 el formato demostraba un ingenio fuera de lo común a la hora de abarcar ciertos temas como la religión o las relaciones, y especialmente en la manera sutil de representarlos como una parte más de un todo en la vida de un treintañero en Nueva York — con gran influencia del Woody Allen de Manhattan y Annie Hall — , es su esperada segunda entrega la que hace que se distinga aún más esta lucidez para interpretar el día a día como una serie de experiencias, y no de conflictos que deriven necesariamente en risas o en drama.



Tres meses pasaron desde que el protagonista, Dev Shah, dejó momentáneamente su carrera como actor publicitario para embarcarse en un viaje espiritual y culinario por la Italia rural de los viñedos y las pastas caseras. Pero más de allá de la curiosidad inquieta e inocente de Dev por aprender a preparar sus fideos favoritos, es la separación con su novia Rachel (Noël Wells) lo que hace que este tiempo lejos del vértigo neoyorkino sea más un encuentro consigo mismo, una búsqueda interior sobre el camino a seguir en un momento en el cual la idea de sentar cabeza comienza a acechar.

Si Dev era, durante la primera temporada, un personaje con bastantes dudas en cuanto a sus deseos y expectativas en relación al sexo opuesto y su vocación como actor, esta continuación directa nos presenta una incertidumbre todavía más pronunciada en cuanto a la toma de decisiones y el temor a arriesgarse por lo que uno quiere. Este es un dilema que recorre la mayor parte de los nuevos episodios.

Incluso desde el punto de vista artístico parece que la serie intenta ser más osada y aventurarse en nuevos estilos y enfoques sobre las mismas inquietudes de siempre: el amor, la amistad, o cuál es el mejor restaurant de tacos de la ciudad.

Ya desde el primer capítulo con la elección de una estética en blanco y negro, en clara referencia al film Ladrón de bicicletas del italiano Vittorio de Sica, hasta la genialidad de algunos capítulos individuales como New York, I Love You — una carta de amor perfectamente escrita a la impredecibilidad de la ciudad más cosmopolita del mundo –, Thanksgiving — que transita por distintas cenas de acción de gracias a lo largo de los años para profundizar en la relación de Dev y su amiga Denise (Lena Waithe), en pleno proceso de asumir su homosexualidad frente a su familia — o First Date — que compila varias primeras citas (y sus respectivos finales entrelazados) como la radiografía perfecta de la nueva era de las aplicaciones como Tinder –, que el programa hace plena su intención de dar un paso adelante que lo diferencie de las demás comedias de situación.



De todas formas, el principal hilo argumental que dirige a esta segunda temporada es la inclusión de Francesca, una simpática italiana que rápidamente se convierte en el interés romántico de Dev, pero que como en cualquier otra historia de amor resulta que está comprometida con otro hombre, a pesar de ser claramente el alma gemela del protagonista. Un recurso bastante repetido que, sin embargo, al ser visto a través de la vulnerabilidad y la empatía de Aziz Ansari parecer ser la confesión de un amigo, más que un lugar común de la ficción.

De esta manera, y aprovechando la gran simpatía que irradian ambos personajes como pareja, es que el show se atreve a poner en pausa cualquier otra historia paralela, y tomarse el tiempo necesario para finalizar como corresponde esta serie de desencuentros entre Dev y Francesca.

Aunque sesenta minutos (en un formato que no acostumbra a tener episodios de más de media hora) no basten para poner un cierre definitivo al romance, la mera intención de conceder una impronta más sensible y emotiva a este enamoramiento compensa la falta de resolución en otros aspectos de las tramas secundarias. Algo que ya de por si denota la naturaleza melancólica del programa.



Después de dos temporadas tratando los problemas existenciales del adulto moderno y sus dificultades para encontrar un rumbo propio, Master of None parece que no tiene mucho más que contar sobre los pormenores de ser soltero en Nueva York para una hipotética tercera parte. Después de todo, el mismo Aziz Anzari afirmó que antes de pensar en continuar la serie, él debería cambiar como persona primero, a lo sumo casarse o tener un hijo para tener una mirada de las cosas totalmente distintas a la que tuvo hasta ahora.

Ningún dilema en la vida tiene una solución fácil, pero a pesar de que siempre la ficción haga que todo parezca mucho más simple, Master of None deja en claro que muchas veces la meta no es tan interesante como el camino. No cabe duda que al final el optimismo de Dev termina resultando contagioso.


Artículo publicado originalmente el 19 de Junio de 2017 en Proyectorfantasma.com.ar

jueves, 1 de junio de 2017

Crítica: Colossal (2016) Dir. Nacho Vigalondo

El monstruo interior


Las películas de monstruos — el llamado Kaiju japonés — se basan principalmente en mostrar la destrucción, el caos y los estragos de una ciudad presa por los ataques de bestias gigantescas. Es un género aparentemente discreto en cuanto interpretaciones, pero que en el mayor de los casos presenta al ser humano como poco más que un obstáculo insignificante frente al paso firme y devastador de estos seres primitivos. El gran protagonista es inevitablemente el monstruo y su instinto insaciable de derribar cualquier edificio, avión, tanque o monumento histórico de turno.

Sin embargo, si King Kong era en realidad la ejemplificación cabal del avance de la civilización y el desplazamiento del hábitat natural de los animales salvajes, mientras que Godzilla era la representación del miedo japonés a un nuevo bombardeo atómico post Hiroshima y Nagasaki, qué pasaría si la aparición de una de estas criaturas se debiera simplemente a la proyección de la angustia y la impulsividad de una persona autodestructiva.

Esta premisa freudiana y delirante es la que toma Colossal, el último film del español Nacho Vigalondo, para profundizar aún más la idea del demonio interior que todos llevamos dentro como una especie de materialización de los traumas emocionales. Acostumbrado a las producciones indies osadas y adepto a la ciencia ficción de bajo presupuesto, Vigalondo toma las bases del ya mencionado Kaiju para convertirlo en una comedia dramática en donde los monstruos son el resultado del alcoholismo y las relaciones problemáticas de la protagonista, Gloria (excepcional Anne Hathaway), una bloguera en decadencia y con graves problemas de autoestima en plena crisis de los 30.



La historia comienza en Nueva York cuando, tras otra borrachera sin sentido, el novio de Gloria (Dan Stevens) rompe con ella y la echa de su casa. Sin lugar a donde ir, Gloria regresa a su pueblo natal para vivir en la casa vacía de sus padres únicamente con un bolso, un colchón inflable y la culpa de ver como su vida va perdiendo el rumbo. Allí se encuentra con Oscar (Jason Sudeikis), un amigo de la infancia quien pronto la ayuda a comenzar de nuevo ofreciéndole un trabajo en el bar del que es dueño, pero más importante, recuperando su amistad y escuchando su catarsis. En cualquier otra película esto significaría el comienzo perfecto para una comedia romántica, pero por suerte el guión de Vigalondo tiene otros planes.

Al día siguiente, y con la resaca del reencuentro todavía presente, Gloria se entera que una enorme criatura apareció repentinamente en Seul generando el caos y destruyendo cuanto edificio tuviera por delante, para luego desaparecer sin explicación otra vez. Este suceso se repite todas las noches y el pánico de la capital surcoreana se apodera de todas las cadenas de noticias tratando descubrir las razones por las que este ser humanoide apareció precisamente allí y el porqué de su comportamiento tan errático. De todas formas, no pasa mucho tiempo hasta que Gloria se da cuenta horrorizada que la conexión que la une a este monstruo forma parte de su pasado y que es ella misma quien lo controla sin darse cuenta.

A esta altura la metáfora sobre el alcoholismo y sus consecuencias es bastante evidente, incluso sin hacer que la protagonista emprenda un viaje espiritual sobre la explicación real de la existencia de esta criatura, el film prefiere dedicar su tiempo para hacer hincapié en lo que significa ese lado oscuro en la personalidad de Gloria y en la manera que esto afecta a su círculo. Algo muy acertado y más interesante que el verdadero origen del enlace y la elección de Seul en particular como escenario. Es así que cuando el argumento devela eventualmente este misterio ya resulta innecesario y casi redundante, teniendo cuenta que la excelente narrativa y las analogías del Kaiju con la autodestrucción emocional ya son suficientes para comprender lo que sucede en su cabeza.



Esto justamente es en lo que se destaca el film, en la naturalidad con la que se toma esta premisa absurda y se convierte en un análisis de las emociones mucho más profundo de lo que parece a simple vista. Anne Hathaway interpreta uno de los mejores papeles de su extensa carrera y dota a Gloria de una sensibilidad entrañable con la que trata de salir adelante en el desorden que generan sus decisiones, pero sin dejar de lado su independencia como personaje femenino.

En este caso, lo mejor de su interpretación es la forma en la que se hace cargo de sus errores, mostrando una independencia poco común en el cine a la hora de pedir ayuda, como también para afrontar la idea de que ella es la mayor responsable de sus problemas. Algo que rivaliza de gran manera con la impronta de Sudeikis, que por fuera del encasillamiento de su época SNL, aquí desarrolla con solvencia un personaje conformista y potencialmente resentidopor la frustración de nunca haber perseguido sus metas.



La complicada relación de ambos protagonistas es el principal recurso en el que se apoya Vigalondo para que algunas escenas cobren una magnitud demoledora, tal como sería ver a un gigante destruyendo torres a su paso, pero mostrando la fragilidad emocional de sus personajes. Un recurso por demás original para re-imaginar un género fantasioso y marginado como es el de monstruos, en una deconstrucción de la comedia romántica, la complejidad de las relaciones humanas y el machismo tóxico.

Posiblemente la idea de que un lagarto o un robot gigante aparezcan espontáneamente para destruir ciudades enteras pueda resultar demasiado irreal para algunos, aunque no está de más que Colossal invite a pensar por un momento que el monstruo se encuentra mucho más cerca de lo que creemos.


Crítica publicada originalmente el 1 de Junio de 2017 en Proyectorfantasma.com.ar