jueves, 22 de marzo de 2018

El día que no pude separar la obra del artista


¿Se puede justificar aberraciones en nombre del arte?

La otra vez vi la publicación en Facebook de una chica que denunciaba a un tipo que conoció por Tinder por haber querido abusar de ella. Por suerte, en su relato, la cosa no pasó a mayores y ella pudo escapar para poder contar su historia, aunque los detalles más traumáticos y la manera en que este tipo de personas es capaz de actuar con tanta impunidad me helaron la sangre. No solo por pensar que hechos como este debe haber miles – y la mayoría sin contar por miedo o vergüenza –, sino por la impotencia de esta chica a la hora de narrarlo. La bronca de no poder hacer nada y la sensación de sentirse indefensa cada vez que sale con un pibe, pensando que mañana puede aparecer en una zanja, es algo que debe sucederle a todas.

Sin embargo, lo que más me impactó fue una frase, casi gritada sin voz entre memes repetidos y fotos de gente feliz: “QUE TE QUEDE CLARO: LAS PIBAS YA NO NOS CALLAMOS MÁS”

Es verdad, las pibas no se callan más (nadie debería hacerlo en realidad), y es lo mejor que podían hacer. El nuevo protagonismo del feminismo, la concientización en materia de discriminación de género y la desnaturalización del acoso callejero, todo esto nos lleva al mismo lugar de impotencia para entender que cuando se trata de abuso no puede haber medias tintas. Se puede ser determinante y condenar cualquier tipo de acoso, o justificarlo mediante los matices del contexto. Porque en estos tiempos tan convulsionados, decir “YA NO NOS CALLAMOS MÁS”, es dejar en claro que no hay lugar para los grises.

Desde mi lugar puedo decir que esto no siempre lo vi así. Aunque debo reconocer que nunca terminé de entender la lógica del piropo (¿se lo decís a la mina que pasa, esperando que vuelva y te lo agradezca? ¿te lo decís a vos mismo esperando reafirmar tu heterosexualidad? ¿se lo decís a tus amigos para quedar bien? Nunca le encontré mucho sentido), es verdad que mi forma de ver el acoso fue cambiando con los años, y la naturalidad con la que veía las mismas actitudes machistas fue virando al repudio más sincero en este último tiempo.

Ahora bien, parece fácil en este estado de revelación del mundo comenzar a criticar al amigo desubicado de turno o a Cacho Castaña por la sarta de barbaridades misóginas que su verborragia – y los medios – le permiten. Al final es cuestión de plantear un precedente, plantarse como hombre y desterrar los lugares comunes que estigmatizan a la mujer con tanta liviandad.

Pero, ¿qué pasa cuando el blanco en cuestión se trata de alguien que uno admira? ¿Qué sucede cuando se está obligado moralmente a sentenciar a quien considera una gran inspiración?

No estoy hablando de colgar a tu abuelo – un laburante de toda la vida que armó su casa ladrillo por ladrillo – en el momento que dice una boludés machista en frente de tu novia, sino del eterno dilema de separar a la obra del artista, de poder diferenciar a ese autor tan brillante de sus acciones más polémicas, de poder seguir valorando a Pappo sabiendo que intentó violar a una mujer en los pasillos del Luna Park o de volver a leer Alicia en el País de las Maravillas sabiendo que Lewis Carroll era pedófilo.

Y es ahí cuando la culpa empieza a aflorar y me siento sucio. ¿Cómo puedo admirar a alguien que por fuera de su talento me repugna? ¿cómo puedo disfrutar de su arte si eso implicara que de alguna manera lo estoy defendiendo?

Todo este espiral introspectivo surgió cuando el movimiento hollywoodense del #MeToo se me empezó a mezclar con el #NiunaMenos. El feminismo ahora era una circunstancia, ya no era solamente una cuestión teórica para desentramar lo cotidiano. Ahora las historias de abuso ya no estaban solamente en las redes sociales, acaso se publicaban en medios internacionales e involucraban a mucho más que simples desconocidos. Al don nadie que aparece escrachado en Crónica lo escupimos todos, incluso de Ricardo Iorio y Gustavo Cordera se podía decir que eran casos predecibles, pero ahora eran los ídolos que me habían marcado a fuego desde la adolescencia los que se encontraban en el ojo de la tormenta.

Había que decidir. No podía ser tan incoherente conmigo mismo y poner en duda todas estas historias. “Están buscando fama”, “Uno sabe dónde y con quien se mete”, “A ver, decime por qué esperaron tanto tiempo para contarlo”, excusas del salame que comenta las noticias desde el anonimato. Sin embargo, nunca antes mi convicción de defender al feminismo y condenar el abuso se vio puesta a prueba de esta manera, ni tampoco me había tenido que enfrentar a la posibilidad de que la gente de mi más plena admiración fuera capaz de la peor hipocresía.

Bajar el cuadro de Kevin Spacey fue el primer obstáculo. Un tipo talentosísimo, sin problemas con nadie, bajo perfil, en contacto con causas humanitarias, que me significó saber hasta qué punto estaba dispuesto a “dudar de la víctima” con tal de poder seguir disfrutando de sus interpretaciones, sin que su fingido arrepentimiento se me venga a la cabeza. Ya no solo Frank Underwood se torna un ser mucho más siniestro después de las múltiples acusaciones por abuso que surgieron en estos últimos meses, sino que ahora me es prácticamente imposible ver Belleza Americana (1999) sin que su personaje resulte perturbadoramente real.

Spacey era una persona impoluta, un ejemplo dentro de un ambiente plagado de pedantes y estrellas frívolas, que pregonaba la importancia de la actuación como una terapia de transformación social. Y ahora toda su genialidad e inspiración queda dilapidada con su caída en desgracia.

Pero por si la defensa de Morrissey a este tipo de comportamientos no fuera suficiente, la lista de decepciones siguió con Dustin Hoffman.

Pocos actores tienen la habilidad de resignificar todo un film en una sola escena como lo hace él en El Graduado (1967), representando únicamente con el silencio lo que trasciende a los diálogos. No obstante, mi fascinación por Dustin va mucho más allá. Su sensibilidad me llevó a apreciar cada gesto, cada cadencia de sus papeles en Perdidos en la noche (1969), Kramer vs. Kramer (1979) y Rainman (1988), como también su sencillez a la hora de confesar que hizo Tootsie (1982) en honor a las mujeres que, según él, se perdió de conocer por seguir los cánones de belleza. Y sin embargo, su grandeza tiene como límite justificar sus actitudes de acoso alegando que antes era otra época. Cómo si decir guarangadas al oído de tus compañeras de laburo hubiera estado alguna vez bien visto.

Es inconcebible que la naturalización de este tipo de situaciones sea tomada como solo un mal recuerdo de otra época, cuando es inevitable que esto continúe hasta el día que se pueda asumir, sin vueltas, que el abuso sistemático no se limita al contexto histórico.

Posiblemente Dan Harmon, guionista creador de series de culto como Community o Rick and Morty, sea el único que haya sido capaz de darse de cuenta de esto. Harmon se tomó el trabajo de sincerarse en uno de sus podcasts y pedir disculpas públicas – sin la presión de una acusación de por medio – a una joven guionista por haber abusado de su autoridad como jefe y humillarla desde el momento que ella rechazó sus insinuaciones. El nivel de arrepentimiento de sus palabras y la autocrítica a su forma de canalizar sus problemas con el alcohol son casi tan significativos como la respuesta de su víctima, que lo perdonó remarcando cuan irónico es que la única persona capaz de dar un cierre a estos traumas, es la única a la que nunca pensaría pedírselo.

Que Harmon haya llegado a este punto para darse cuenta de sus acciones no quita el daño ya hecho, pero si habla de un lavado de conciencia que todos los hombres deberíamos, al menos, hacer una vez.

A pesar de esto, todavía no sé en qué lugar poner al comediante Luis C.K. Toda una carrera desmitificando al macho y ahora su hipocresía le obliga a andar pidiendo disculpas por masturbación y exhibicionismo público. ¿Y a Aziz Anzari? Después de la inoportuna acusación que surgió luego de los Globos de Oro, parece que militar públicamente por el feminismo y co-escribir un guion multipremiado sobre las memorias de una mujer negra y lesbiana en Nueva York, hacen más que contradictoria su dificultad a la hora de reconocer que el no consentimiento sexual de una mujer no siempre abarca un NO, sino que carece de un SI.

Sin embargo, creo que lo peor de todo es tener que hacer memoria y darme cuenta que nada de esto es nuevo y que toda mi vida justifiqué aberraciones en nombre del arte.

Será que ya es hora de poner una barrera entre mi ética y la Manhattan (1979) de Woody Allen, matar a Polanski y nunca más volver a ver El bebé de Rosemary (1968), condenar a Stanley Kubrick por llevar al límite de la cordura a Shelley Duval en El Resplandor (1980), o incluso, tachar Psicosis (1960) de la lista de mis películas favoritas de todos los tiempos por la misoginia de Hitchcock.

Pero si yo sabía lo que hicieron ni tampoco les exigí una disculpa, ¿fue el patriarcado que me tenía enceguecido? ¿por qué antes lo podía pasar por alto y ahora me cuesta tanto separar la obra del artista?¿qué hacemos con todos ellos? ¿sus contradicciones son imperdonables al margen de su talento?

Siento que el caso de Woody Allen me resulta el más penoso, en gran medida porque una parte de mi creía que me representaba en escena. Probablemente ese sea uno de sus mayores talentos, poder empatizar con el espectador hasta el punto de hacernos pensar que es uno de los nuestros. Un tipo flaco, petiso, y constantemente extraviado en un mundo superficial que nunca llega a comprender del todo. La síntesis del antihéroe urbano que con sus ácidos comentarios normaliza la neurosis colectiva.

Pero ni Annie Hall (1972) ni La Rosa Púrpura del Cairo (1985) ni Medianoche en Paris (2011) pueden emular la forma en que Manhattan me enamoró la primera vez que la vi. Desde sus títulos, su estética, ese blanco y negro que para la década del 70’ era toda una declaración de principios, hasta la excelencia de los diálogos y la perfección de Rhapsody in Blue de Gershwin para incluir a la ciudad de Nueva York como un personaje más, testigo de los desencuentros amorosos del Isaac de Allen.

Pero ahora, su persona (o personaje) me resulta un monstruo. Quizás siempre lo fue y siempre quise admirarlo más que a cualquier otro. Pensar que su relación con Soon-Yi Previn, hija adoptiva de su ex mujer Mia Farrow, comenzó cuando ella era todavía una adolescente. Ni hablar de los detalles que su otra hija Dylan Farrow tiene para decir de su padre abusando de ella. Nada que rodee a Allen por fuera de su cine puede redimirlo.

Al igual que Manhattan presenta con total normalidad al protagonista Isaac en una relación con Tracy – una chica que recién está terminando el secundario –, Allen nunca entendió por completo lo nefasto que resulta que un viejo intente seducir a una menor de edad. Este es un tema bastante sensible para el director neoyorkino, pero nunca evitó explicar desde su narcisismo más franco y crudo que lo que él desea, lo concreta sin importar el cómo.

No importa si es menor, la hija de tu mujer, la hermana de tus hijos, si hay deseo no hay vuelta que darle, porque a fin de cuentas “el corazón quiere lo que quiere”. Esta frase dicha en una entrevista en 1992 a la revista Time refleja su feroz indiferencia a todo lo que no sea él mismo. Ese día también dijo que “estas cosas no siguen ninguna lógica. Conocés a alguien, te enamorás y ya está”, como si estuviera hablando de una mina que conoció por ahí y no de la nena a la que le cambiaba los pañales.

Pero, ¿qué es lo que ahora me horroriza tanto de Woody Allen? Su oscuro prontuario es algo ya sabido por casi cualquier seguidor de su cine y siempre se pudo pasar por alto. Yo lo hice en su momento.

Pero ahora no puedo.

¿Será que cuando era adolescente y empecé a ver su cine sentí que era como él, y ahora me escandalizo de mí mismo?

Lo más absurdo de todo es que claramente hay muchos más abogados, dentistas, albañiles, ingenieros, estudiantes, personas como cualquiera, que se acuestan con sus hijastras o que abusan de menores de edad. Pero eso casi que se convierte en algo lógico entre los billones de desconocidos que habitan el mundo.

El problema es que mi reacción frente a la caída de mis ídolos no es lógica, es emocional. Es el proceso de darme cuenta de que el artista no es como vos o como yo, es la necesidad de aceptar que nunca va a poder ser juzgado como una persona normal cuando su genio lo trasciende. Porque cuando un artista crea algo deja de ser suyo, y su obra se convierte en algo nuestro, en algo que le pertenece al público. Sus atrocidades no nos pertenecen, pero su obra sí.

El artista peca por nosotros porque lo hace en público, y en esa fragilidad radica también su poder. Woody Allen no es un trastornado por atreverse a pensar en su hija de una manera sexual, sino porque decide contarnos su locura a través de su cine. En Match Point (2005) nos sitúa en el lugar de un hombre común capaz de cometer los peores crímenes, para luego descubrir que por más terribles que sean sus acciones, no hay nada ni nadie que lo condene más que su propia culpa.

En ese momento somos el protagonista Chris Wilton justificando nuestros propios errores. Somos Woody Allen.

El mal existe, el egoísmo existe, el rencor existe, y el artista cuenta lo que ve, en vez de imaginar lo que quisiera ver. A veces estamos tan seguros de tener convicciones éticas, que nos olvidamos que somos cautivos de nuestras emociones morales. Hasta el punto de inventar palabras alrededor de esas emociones para convertirlas en opiniones.

La verdad es que las emociones provienen de un lugar mucho más intuitivo que el razonamiento. Mi problema es que no pienso cuando se trata de separar a la obra del artista. Yo siento, me indigno, me siento ofendido porque sus errores son más que una traición para mí. Me demuestran que ellos son tan humanos e imperfectos como yo. Que son capaces de perpetuar las peores crueldades y a la vez concebir las más maravillosas creaciones.

El alcoholismo creó a Poe, la locura creó a Van Gogh, y yo no puedo juzgar su arte a partir de sus falencias.

¿Quién soy yo para negarle la sublimación al artista?

Sus obras siempre son necesarias para recordarnos que también somos monstruos a nuestra propia manera. Y el día que pueda aceptar eso, será el día que pueda convivir con mis propios fantasmas.




Columna publicada originalmente el 22 de Marzo de 2018 en Revistawacho.com