Hablar de Marvel en el cine casi siempre se reduce a hablar de fases y universos expandidos. Pero si bien justamente ese es el aspecto que más se incita a analizar, me parece mucho más acertado ver sus obras como parte de una antología. Muchas historias — inevitablemente unidas entre sí — que dan cuenta de la reinterpretación de distintos personajes bajo la mirada de un contexto actual globalizado, regido por la instantaneidad de las nuevas tecnologías y el mandato del mercado internacional.
Por fuera de la discusión sobre la fidelidad de la historieta, Doctor Strange es la continuación de la sólida hegemonía Marvel dentro de las adaptaciones comiqueras, a base de mantener la fórmula que los posicionó en lo más alto: Personajes carismáticos, grandilocuencia visual y un mínimo hilo conductor que pueda asegurar la calidad de exportación. Sin embargo, esta fórmula se encuentra lejos de estar estancada cuando Kevin Feige y compañía saben precisamente qué componentes tocar para que siga pareciendo tan fresca como siempre, incluso con una estructura genérica: La revelación de un poder oculto, la redención del héroe y un villano con sus motivaciones de vida eterna, clásicas de cualquier film de superhéroes.
Es por eso que la clave del hechicero supremo está en los detalles.
La historia de cómo Stephen Strange, un cirujano renombrado por su talento y arrogancia, se sobrepone a un accidente automovilístico que le inutiliza las manos y termina superando sus limitaciones físicas a partir de la fortaleza espiritual, no podría haber brillado si no fuera la incorporación de un elenco notable. La participación de actores de corte más dramático, hasta con experiencia en teatro clásico, como Benedict Cumberbatch, Tilda Swinton o Chiwetel Ejiofor hacen que suene increíble que una película de superhéroes pueda ser sustentada por ellos tres desde un aspecto más terrenal como la interpretación y los diálogos por sobre los efectos especiales. No me malinterpreten, el CGI sigue siendo una parte fundamental de la experiencia esotérica que significa este mundo de magia y portales místicos, y lógicamente se roba el protagonismo durante los momentos de acción ingrávida al mejor estilo Inception (2010). Pero pasando por alto que los impresionantes escenarios cósmicos lleguen a opacar en gran medida el interesante mensaje de auto superación que recorre el film, las sensaciones finales se hacen mucho más valiosas cuando no todo se reduce a explosiones y trompadas.
El Doctor Strange personificado por Cumberbatch toma mucho de la entrañable impronta soberbia de su otro gran rol en la serie Sherlock, y esto lo posiciona como un superhéroe más astuto y precavido que sus compañeros de editorial. Aun comparándolo con el Iron Man de Robert Downey Jr. Strange sale ganando a la hora resolver disputas de la manera más inteligente cuando tiene todas las de perder. Esto también se justifica en la naturaleza reflexiva de su compañero Mordo (Ejiofor) y su mentora, la Ancestral (personificada por Tilda Swinton).
Siendo un gran acierto para este tipo de papeles comúnmente interpretados por hombres, el caso de la inclusión de Swinton en esta producción no deja de ser curiosa. Originalmente, el personaje del Ancestral era retratado en la historieta como un anciano maestro originario de Nepal con rasgos tradicionalmente orientales. Lo que generó semejante cambio (de género y de color de piel) se traslada a la injerencia que tiene el mercado chino para la industria cinematográfica hollywoodense en la venta de entradas y la delicada situación política-territorial que existe entre el gigante asiático y el gobierno nepalés. No obstante, a pesar de que la actriz británica le otorga un encanto distinto a un personaje siempre atravesado por los estereotipos, este tipo de modificaciones dan cuenta de otro tipo de occidentalizaciones que ostenta Marvel en sus producciones por fuera de las cuestiones comerciales.
El mejor ejemplo se ve en una de las escenas más conocidas, repetidas en los trailers y aplaudidas en todas sus funciones: El aguerrido Mordo le entrega un papel al inexperto protagonista con la enigmática palabra Shamballa escrita en él. Confundido, Strange le pregunta si ese sería su mantra y termina aún más sorprendido cuando le responden “Es la clave del Wifi. No somos salvajes”.
Más allá de las risas y la complicidad del guion con el público naturalizado con el internet, queda implícita que la noción de salvajes que se tiene por estos lados es justamente la que el universo de Doctor Strange intenta defender a partir de las enseñanzas espirituales ajenas a las nuevas tecnologías. Este prejuicio no deja de ser una curiosidad cuando la mayor parte de la población mundial nunca realizó una llamada telefónica.
Marvel siempre será Marvel con su visión occidental del mundo. Especialmente si toda la película se basa en la cultura oriental y los principales santuarios místicos mencionados en el film se encuentran en Nueva York y Londres (?). Sin embargo, estos detalles culturales no dejan de ser comunes en cualquier estreno proveniente del país del norte, así que difícilmente se pueda condenar a la película en su totalidad sólo por ser parte de una industria prejuiciosa por principio.
En palabras generales, Doctor strange deja un poco de lado esa impronta juvenil del remate efectivo y la explosión fácil que tanto caracteriza a la editorial norteamericana. Y lo bien que hace. El fundamento espiritual que hay detrás de los poderes y las rivalidades es una grata sorpresa dentro de un género, que al menos desde la vereda de enfrente, viene en piloto automático. Todo esto, sumado a la acertada elección de Benedict Cumberbatch para reinterpretar a un personaje icónico, es lo que definitivamente hace del film lo mejor que haya sacado la casa de las ideas hasta ahora.
“No vencemos nuestros demonios. Sólo los dejamos atrás”, explica La Ancestral con sabiduría para referirse a la mejor manera de superar los miedos. Los villanos siempre vuelven. Una metáfora perfecta para asegurar que Marvel ya debe estar pensando en la secuela.
La animación siempre tuvo el estigma de ser considerada
un medio de ficción poco serio. Parece mentira que sigamos discutiendo esta
problemática en pleno siglo XXI, con la presencia cotidiana de series y
películas de dibujos animados con temáticas adultas y
comentarios sociales mucho más despiadados que sus equivalentes live-action.
Sin embargo, el prejuicio aún persiste y el principal refugio de la llamada
“Industria cultural” moderna sigue siendo clasificar sus productos en
categorías de público, capaces de decidir quienes son los más indicados para
ver determinado tipo de contenidos. Y esto también se ve en la forma en que se
cataloga la animación.
Hace rato que la
animación ya no es únicamente para chicos, y tenemos varios exponentes
que siguen probando lo contrario: Desde Los Simpsons, con más de
veinticinco años ininterrumpidos al aire, y su irreverente satirización de la
política, la religión y la moral norteamericana, pasando por su legado más
inmediato con Family Guy y American Dad como
principales exponentes de parodia y humor absurdo, o las extremas
representaciones gráficas de South Park y su visión
sobre el racismo, la homofobia y el progresismo políticamente correcto, hasta
la reinterpretación social futurista de Futurama y el
desarrollo de la fragilidad emocional humana en Dr. Katz y Bojack
Horseman. Todas han sabido exponer de distintas maneras
ese espíritu crítico punzante para marcar una posición frente a las injusticias
del mundo y la forma en que funciona la sociedad occidental. Pero lo que todas
tienen en común es que no subestiman al espectador con sus temáticas e ironías.
Dentro de esta revolución del humor
transgresor es que también se sitúa Cartoon Network, y su segmento Adult
Swim como principal bastión de animación adulta en un canal
caracterizado por emitir programas infantiles (y
no tanto). Con una impronta bizarra y directa desde sus comienzos con
el ya mítico programa de entrevistas Space Ghost Coast to Coast,
Adult Swim y su productora Williams Street se convirtieron en el lugar de
pertenencia de la animación experimental con títulos originales como Robot
Chicken y Aqua Teen Hunger Force, entre otros.
Incluso su canal de Youtube hace gala de este estilo con joyas como esta.
Pero sorprendentemente es en medio de esta vorágine de
personajes estrafalarios y chistes incoherentes que caracteriza al bloque,
donde aparece una de las series de animación más profundas, complejas y
elaboradas de los últimos tiempos: Rick and Morty.
Imaginemos la mejor combinación entre el debate social de Los
Simpsons y la ciencia ficción dura de Futurama. El resultado sería el
único programa que nos invita a cuestionar filosóficamente el modo en que vemos
el universo y la vida humana, a la vez que nos hace reír con las horrorosas
consecuencias de manipular las distintas realidades interdimensionales.
Bienvenidos al humor cósmico-pesimista de Rick and
Morty.
Este análisis contiene SPOILERS.
Descubriendo el terror cósmico
Creada por Justin Rolland y Dan
Harmond (Community), Rick and Morty narra las
asombrosas aventuras interespaciales de Rick Sánchez, un científico loco y
alcohólico, junto a su ingenuo nieto Morty. Una suerte de parodia de Volver
al Futuro, sólo que en este caso en vez de viajar en el tiempo, sus surrealistas
excursiones son hacia dimensiones paralelas y planetas inhóspitos.
Siguiendo una estructura antológica, cada aventura
de Rick y Morty por el multiverso tiene grandes influencias del género del
terror y la ciencia ficción. Algo que se traduce en los continuos homenajes
a películas como A Nightmare on Elm Street(1984),
Nosferatu (1922), Ghostbusters (1984) y The Fly (1986), por nombrar solo
algunos. Hasta el característico ídolo rocoso del film Zardoz(1974) tiene
una pequeña aparición durante la primera temporada. Sin embargo, al mismo
tiempo que la serie homenajea a un gran número de obras del cine fantástico, es
curioso darse cuenta que sus historias tienen una notable afinidad con el
subgénero llamado “Terror cósmico”.
Originado mayormente por la leyenda del terror, H.P
Lovecraft, el “Terror cósmico” hace hincapié en el horror que existe fuera
de los límites de nuestro entendimiento. Al igual que Lovecraft, Rick
and Morty utiliza el abrumador desconocimiento que tenemos del
universo, como el lugar ideal para especular sobre los misterios que se
esconden en los rincones más recónditos del espacio. Incluso durante la
presentación del programa se puede ver brevemente a Cthulu, el
monstruo ancestral lovecraftiano por naturaleza, como una
manera de hacerse cargo de sus influencias literarias.
Sin embargo, el “Terror cósmico” va mucho más allá
de los sobresaltos propios del terror clásico, sino que se presenta en la
opresión de lo desconocido y lo inimaginable. Es esa espantosa experiencia
de angustia y desesperación que sentimos frente a lo que nos es imposible de
comprender, en el preciso momento que se interpone con nuestra concepción
terrenal de lo posible.
En la serie, la pistola de portales de Rick es la herramienta
con la que el dúo protagonista se traslada por los distintos planos
dimensionales, pero también actúa como enlace para enfrentarnos constantemente
con lo desconocido. Lo que genera que al mismo tiempo que Rick y Morty van
moviéndose de una realidad a otra, muchas veces los resultados sean horrendos,
algunas veces cómicos, y otras veces la retorcida combinación de ambos.
De vez en cuando, esas realidades incomprensibles se
inmiscuyen en la nuestra generando conflicto, algo que se puede ver
específicamente en el episodio “Get Schwifty” (02×05). En esta
oportunidad, la Tierra es visitada por una cabeza gigante alienígena que causa
el caos en nuestro ecosistema debido a su inmensa masa gravitacional, y con la
única exigencia de que los terrestres “muestren lo que tienen”. Frente a este
apocalipsis y la naturaleza confusa del pedido, surge un culto religioso
dispuesto a adorar a esta entidad cósmica. Mientras que Rick – sabiendo que es
un extraterrestre de la raza de los cromulones – le informa al
presidente estadounidense que este enigmático mandato se refiere en realidad a
la creación de una canción pop que nos permita competir en una versión
interplanetaria de American Idol. O en su defecto, perder el
concurso y que destruyan nuestro planeta.
Pasando por alto lo insólito del argumento, las
gigantescas entidades cósmicas voladoras no son algo nuevo en el universo de la
ciencia ficción. Ya de por si Lovecraft utilizaba esta idea todo el tiempo,
al imaginar una raza de dioses ancestrales todopoderosos denominados “Los
antiguos”, representados en libros como “La llamada de Cthulu” (1926) y “The
Dunwich Horror” (1928). Existen varias preguntas que se nos plantean a partir
de la aparición de estos seres de proporciones colosales en el “Terror
cósmico”. La primera es: ¿Cuál es nuestra importancia en el universo?
La mayor parte de la ciencia ficción surge de nuestro
convencimiento de que la raza humana es, metafóricamente hablando, el centro
del universo. Sea luchando contra las amenazas intergalácticas o
intentando lograr la paz con distintas civilizaciones alienígenas, la humanidad
– o la representación de lo que consideramos la humanidad – toma el rol central
en el desarrollo espacial. No obstante, el “Terror cósmico” invierte
esa premisa y se pregunta ¿Y si fuéramos totalmente insignificantes para el
universo?
Volviendo a los cromulanos y su fijación
por los reality shows interplanetarios, para ellos la
humanidad es únicamente un juguete más en su disparatada noción de
entretenimiento. Y es por eso que destruir un planeta por no convencer al
jurado es una de las tantas cosas que se pueden hacer contando con poder
ilimitado. El “Terror cósmico” está plagado de estos seres capaces de
demostrarnos que somos un granito de arena en el devenir del universo, y
precisamente eso es lo que lo hace tan aterrador. O en el caso de Rick
and Morty, increíblemente cómico desde la impronta del humor negro.
Esta total indiferencia del universo en cuanto a nuestra
existencia se hace patente cuando vemos que Rick y Morty pueden morir
desmembrados por un experimento fallido, solo para ser remplazados
inmediatamente por una versión paralela de ellos sin que eso altere el orden
universal. Es así que no somos solamente seres totalmente descartables
en nuestra realidad, sino que nuestra realidad es una de las infinitas
realidades posibles que existen en el universo. No existen razones
para creer que nuestra desaparición física implique otra consecuencia que no
sea la de continuar el ciclo vital del cosmos.
Rick and morty no pretende hacernos sentir
horrorizados con nuestra manifiesta condición de insignificancia, sino que nos
interpela a que la aceptemos y nos riamos de ella. Porque si bien
somos pequeñas partículas en el devenir cósmico, a su vez somos potencialmente
el máximo universo conocido de microbios mucho más insignificantes que
nosotros.
De la misma forma que Tommy Lee Jones descubre en Men
in Black II(2002)que su casillero es el hogar de una sociedad
de extraterrestres diminutos, Morty descubre durante la serie que la batería
del auto de Rick es alimentada por un micro-universo creado únicamente para
generar la energía necesaria que arrancar el motor. Y a su vez, dentro de
este universo, existe otro universo con el mismo propósito. Más allá de lo
confuso de esta situación al mejor estilo Inception (2010), es
inevitable pensar que para estos micro-universos, Rick es el equivalente a una
de las deidades cósmicas todopoderosas salidas de la pluma de Lovecraft.
En un teórico multiverso que supera ampliamente nuestra
comprensión, compuesto por infinitas posibilidades, la importancia de nuestra
existencia carece totalmente el sentido, y todo lo que queda es la fría indiferencia
del cosmos.
“¿Qué hay con la realidad en donde Hitler descubre la cura contra el cáncer? La respuesta es: No pienses en eso.”
Rick Sánchez, “Rick Potion #9” (01×06)
El sentido de la vida según Rick
La naturaleza oscura de casi todos los capítulos de Rick
and Morty se sostiene a partir de la incertidumbre sobre la razón de
nuestra existencia. Por un lado está la insignificancia cósmica de
nuestra raza como algo inalterable, y por el otro la frivolidad individualista
de la vida humana. La serie nos presenta dos ejemplos radicalmente distintos de
cómo encarar nuestra patética existencia a través de los personajes de Rick y
Jerry:
Primero tenemos a Jerry (padre de Morty y
yerno de Rick), quien aparentemente es inconsciente de la aplastante
mediocridad e inutilidad de su vida. Jerry es un fracasado. Es
desempleado, su esposa lo odia y no es precisamente el hombre mejor capacitado
para poder cuidarse solo. Sin embargo, a simple vista podría decirse que es más
feliz que el alcohólico y narcisista Rick, si nos damos cuenta que es lo
suficientemente estúpido para ignorar que su vida es intrascendente. Su
ignorancia es la razón de su efímera felicidad.
Rick, al contrario de Jerry, es consciente de la falta de
sentido de nuestra existencia y lo acepta sin vueltas. Pero más allá
de su insufrible sarcasmo y su actitud temeraria frente a las miserias de la
vida, la sensibilidad de Rick se infiere a través del alcoholismo y su
incomprensible latiguillo “wubba lubba dub dub”, el cual se revela que
significa “Estoy sufriendo. Ayúdenme por favor”en algún idioma
alienígena. Algo bastante oscuro y perturbador para lo que se podría esperar
del remate de un chiste.
El racionalismo puro con el que parece funcionar el universo
favorece el sentimiento de insignificancia de nuestras vidas. Nos deja en una
paradoja: La ciencia nos facilita descubrir los secretos del universo a
través de sus avances, pero nosotros como humanos debemos afrontar la
arbitraria y desoladora idea de que vivimos sin ningún cometido.
La ciencia puede dar sentido a cualquier emoción o sentimiento
a partir de la biología o la psicología, llegando a transformar la vida humana
en poco más que leyes científicas puestas en orden. Incluso Rick llega a
racionalizar su cariño con Morty basándose en la necesidad neurológica de
mimetizar sus ondas cerebrales con las de su nieto idiota, y así evitar que sus
enemigos lo encuentren. El amor, la felicidad y el intelecto pueden ser
reducidos a meras reacciones químicas y Rick lo sabe.
Este reduccionismo aplicado a la vida también se puede
ver cuando Morty se encuentra con un juego de realidad virtual llamado “Roy”,
en el cual vive la vida de una persona normal, enamorándose, teniendo hijos,
afrontando una lucha contra el cáncer, y finalmente muriendo en un accidente ya
de viejo. Todo esto en menos de cinco minutos para su entorno, pero atravesando
más de cincuenta años en la mente de Morty, quien llega a olvidarse por
completo quien es y cómo llegó allí. Sin embargo, la pregunta que se nos
formula a partir de esta experiencia tan conmovedora es: ¿Cuál es la diferencia
entre la realidad ficcional de “Roy” y la vida real? ¿Qué
diferencia existe entre la vida real y una simulación?
Rick and Morty juegan constantemente con esta
dualidad entre lo virtual y la vida real. Si podemos adecuarnos a la
idea de llevar una vida ficcional dentro de un videojuego, es porque en
definitiva estamos poniendo en duda la autenticidad de nuestra realidad, al
igual que Neo cuestiona la suya en The Matrix(1999).
Esta crisis de sentido latente en nuestra historia es tomada por varios
filósofos existencialistas. Pero particularmente nuestro querido (y
bastardeado) amigo Friedrich Nietzsche es útil para
explicar esto.
Nietzsche parte de la metáfora del loco que
corre por el pueblo gritando “Dios ha muerto, y nosotros lo hemos matado”.
Ahora bien, lo que Nietzche intentaba decir era que luego del iluminismo y la
revolución científica, el ente todopoderoso que daba valor y significado a
nuestra existencia ya no es importante. Después de la muerte de dios en
la filosofía, sólo queda el nihilismo. El vacío de sentido.
Este conflicto emocional sobre la naturaleza intrascendente
de la vida es lo que termina definiendo a Rick Sánchez. Rick es
esencialmente empírico y utiliza la ciencia como forma de desmitificar todo lo
desconocido, encarnando involuntariamente la tensión entre el nihilismo activo
y pasivo.
El nihilismo pasivo, volviendo a Nietzche, se resume en la
resignación de aceptar la falta total de sentido en la vida. Mientras que
el nihilismo activo se trata del inconformismo ante esta falta de sentido, para
crear nuevos sentidos con los que se pueda dotar a nuestra existencia. Esta
dicotomía constante hace que Rick pase de un extremo al otro, asumiendo la fatalidad
del universo sin culpas y disfrutando lo que más pueda su supervivencia, para
luego caer en la más profunda de las depresiones al darse cuenta que nada de lo
que haga cambia su destino.
Por momentos las acciones de Rick parecen ser paradójicas
y autodestructivas, probablemente porque él también, al igual que nosotros,
continúa buscándole un sentido al universo.
La moral absurda
En muchos casos, las terribles decisiones de Rick y
Morty en sus travesías espaciales no apuntan siempre a la intrascendencia en el
cosmos, sino que llegan a cuestionar directamente nuestra propia noción de
moral. En la serie, la fina línea que divide lo correcto de lo abominablemente
atroz siempre está en juego, y esto se ve claramente en la manera en que Morty
siempre intenta hacer el bien y el mismo argumento termina contradiciendo sus
buenas intenciones.
Uno de los ejemplos más cómicamente gráficos de esta
moralidad dudosa, sucede después de que Morty y su hermana Summer liberen a una
raza esclavizada por una colmena mental (una mente en común capaz de dominar a
todos). Pero lo que inicialmente parece un gesto benévolo por parte de los
protagonistas, desencadena en una guerra civil en nombre de las diferentes
formas de pezones de cada habitante de ese planeta (hermosa metáfora del
racismo). Resulta ser que en libertad, esta raza estaba compuesta naturalmente
por racistas, depravados y drogadictos, mientras que cuando estaban sometidos
mentalmente el planeta funcionaba perfectamente en paz. Frente a estas
nefastas consecuencias es que Summer reflexiona: “No sabía que la
libertad significara que la gente pudiera hacer cosas horribles”.
Esto da pie a otra gran pregunta existencial: ¿Qué
sería de la vida sin ningún tipo de restricciones?
Si nosotros como público lógicamente nos horrorizamos frente
a la forma en la que estos seres son esclavizados, el programa nos hace
pensar por un momento que nuestra idealización de la libertad es lo que nos
obliga a vivir en un mundo tan cruel e injusto. La razón instrumental nos
determina.
Otra forma de entender la mirada existencialista de Rick
and Morty, es a través del pensamiento filosófico conocido como Absurdismo,
acuñado por el escritor francés Albert Camus. Precisamente en el
capítulo “Meeseeks and Destroy” – la referencia a Metallica no
puede pasar desapercibida – en cual unos seres azules llamados Meeseeks basan
su existencia únicamente en solucionar los problemas ajenos. Pero ¿qué tiene
que ver esto con Camus?
El absurdismo consiste en dos actitudes opuestas: La
tendencia humana a encontrarle sentido a su existencia, y la completa
indiferencia del universo con respecto a nuestro etnocentrismo espacial. Al
igual que en el “Terror cósmico”, acá lo que se discute es la necesidad humana
de sentirse la raza más importante del cosmos.
En este episodio, vemos representado completamente lo
contrario al intentar explicar la existencia de los Meeseeks: Ellos
existen con la única razón de satisfacer a otro. Y si esto no llegara a
suceder, estos seres no tendrían otra razón para seguir existiendo. De la misma
forma podríamos nosotros cuestionar cual es nuestra utilidad en el universo, y
eso es lo que sucede cuando decenas de estos hombrecillos se ven incapaces de
enseñarle a Jerry a jugar al golf.
Otros personajes de la serie prefieren confrontar a su
creador por el simple hecho de haberles dado la vida, en vez de buscarle
sentido a su presencia en el universo. Sea desde una cuestión
religiosa perdiendo la fe en dios o insultando a Rick por haberlos creado, este
“complejo de Frankenstein” no se ve solamente en los Meeseeks, sino también en Abradolf
Lincler, un insólito experimento de Rick con el objetivo de crear al líder
perfecto combinando el ADN de Abraham Lincoln y Adolf Hitler. No hay que ser muy
intuitivo para imaginarse como pudo terminar esa locura.
Para Camus, los seres humanos estamos condenados a buscar
inútilmente un propósito para nuestra existencia, dejándonos como única
alternativa abrazar la idea de una vida sin sentido y aceptar el vacío del
absurdo sin más.
Esto significa que después de tantas preguntas existenciales
sobre lo intrascendente de nuestra presencia en la inmensidad del cosmos, Jerry
es el único capaz de sobrellevar (aunque sea de forma inconsciente) la idea de
que nuestro destino ya está sellado. Lovecraft, Nietzsche y Camus lo avalan.
“Nadie existe por un motivo, nadie pertenece a ningún lugar,
todos vamos a morir. Ven a ver la televisión”
Morty Smith. “Rixty Minutes” (01×08)
Existencialismo y ciencia ficción
Rick and Morty es una de las tantas razones para
seguir batallando el prejuicio de la animación como medio poco idóneo para
contar historias profundas y complejas. Ni siquiera la poca cantidad de
episodios, las exigencias del prime-time y sus difíciles
horarios de emisión por la madrugada evitan que la serie pierda su genialidad
frente a cualquier otra serie adulta con sátira social y humor desvergonzado.
Pocos programas pueden darse el lujo de marcar un estilo
propio, al mismo tiempo que exploran los confines filosóficos del espacio sin
subestimar al espectador. Justin Rolland y Dan Harmond no dudan en
hacerse cargo de sus influencias y homenajean al cine de ciencia ficción y el
terror fantástico dentro de un un universo vivo, lleno de personajes
carismáticos y cuestiones existenciales y morales que se prestan a la reflexión
y la risa por igual. La búsqueda de sentido, la noción idealizada de
libertad y el horror frente a lo desconocido, comparten lugar con las groserías
y la comedia absurda sin que eso le quite ni un poco de seriedad a su
propuesta.
Rick and Morty regresan con su tercera temporada
a fines de este año y todavía no hay indicios sobre el rumbo que tomará la
historia, después de la encarcelación de Rick y sus consecuencias en el planeta
Tierra. Será que este científico alcohólico y desconsiderado hará por
fin algo por el bien común del universo, o todas sus acciones seguirán siendo
parte de su egocentrismo patológico. Tendremos que esperar un poco más para
saberlo.
La radio prendida con la fritura de los informativos de la
AM, los manteles individuales tejidos debajo de los adornos añejos, la pava y
el mate estacionados en la mesa de la cocina que se superponen a la botella de
licor abierta. Una escena casi detenida en el tiempo que se desarrolla en una
de esas casas olvidadas por la inmensidad de Buenos Aires. De este tipo
de instantáneas impasibles, pero recargadas de tensión latente, es que se
compone Armonías del caos para insinuar los conflictos que
quedan fuera de plano.
Con pocos elementos visuales y un elenco reducido, liderado
por el veterano Lorenzo Quinteros, el debutante director Mauro
López se vale del filtro en blanco y negro y los planos secuencia para
lograr una atmósfera a la vez cotidiana y opresiva, capaz de reflejar las
decisiones morales que los personajes se debaten a lo largo del film.
De forma escalonada, la historia es narrada a lo largo de un
día en la vida de una pequeña familia de clase media-baja. Durante la primera
mitad del film el eje central se sitúa en Alberto (Quinteros), un parco
jubilado que vive junto a su hijo Fernando (Carlos Echavarría) y su
nuera (María Laura Belmonte), y en el carácter dominante basado en
insultos y actitudes agresivas que este ejerce sobre su núcleo familiar. Algo
que se condice con la dificultad que posee para relacionarse con el mundo
exterior, y que se ve representado a través de su alcoholismo y fetichismos.
Sin embargo, la irrupción fallida de un ladrón en la casa será un quiebre
fundamental en la tormentosa relación de padre e hijo, mientras deciden qué
hacer con el delincuente que lograron reducir.
Las consecuencias de este incidente bisagra en el argumento
dan pie a diversas reflexiones sobre la ética, la religión y hasta de la
naturaleza instintiva del ser humano en su concepción del bien y el mal
(especialmente durante las intervenciones de Sergio Pangaro como
una suerte de deus ex machina del universo mafioso). Aquí es
donde el buen despliegue actoral y la profundidad de los diálogos (y
oportunos silencios) terminan replanteando una polémica impensada en
cuanto a la justicia por mano propia y las distintas realidades sociales que
pueden llevar a la delincuencia.
Mauro López juega con la carga simbólica de determinados
planos y dualidades en escena que van más allá del mero manifiesto ideológico,
sino que además brindan una libertad interpretativa aún mayor de lo que se
puede apreciar a simple vista. De esta manera Armonías del caos se
define mejor desde la sencillez con la que deja entrever que varias preguntas
del argumento carecen de una respuesta clara, precisamente porque es
intencional que dependa del público darles una solución. El debate está
servido.
“Lo difícil de entender cuando eres niño es que tus
padres son personas también. Cometen los mismos errores y tratan de hacer lo
que creen que es correcto”, le confiesa Brian (en la piel de un excelenteGreg
Kinnear) a su hijo Jake, intentando explicar que nadie es perfecto, que él
mismo puede ser víctima de las mismas inseguridades que sufre cualquier
persona, sin importar la edad. Este diálogo tan duro como necesario se traduce
en lo que a todo hijo le cuesta reconocer durante gran parte de su vida: Toda
experiencia significa un aprendizaje.
Tal como en su último film Love is Strange (2014),
el director Ira Sachs y su co-guionista Mauricio
Zacharias realizan una especie de continuidad poética a la
hora de retratar la esencia efímera y conflictiva de las relaciones humanas,
enmarcadas en la cotidianeidad cosmopolita de la ciudad de Nueva York.
Pero sea a partir de la difícil separación de una pareja del
mismo sexo — acercándola a los mismos parámetros únicos y universales de
cualquier pareja — o profundizando la lealtad genuina de la amistad en la
adolescencia, Por siempre amigos se muestra como la
cuidadosa acumulación de pequeños momentos significativos que influyen en el
desarrollo de un individuo.
Una sumatoria de situaciones que revelan un costado mucho
más humano que cualquier película que se precie de tratar temáticas sociales
con altura, y que al mismo tiempo la acerca a la impronta lograda por Boyhood (2014) de Richard
Linklater.
Tras el fallecimiento de su padre, Brian Jardine (Kinnear)
vuelve a la casa paterna en Brooklyn con su familia para realizar el funeral y
resolver algunos inconvenientes con la propiedad. Con dificultades para
mantener su profesión de actor under y acompañado por su
esposa Kathy (Jennifer Ehle) y su introvertido hijo de 13 años Jake (Theo
Taplitz), el conflicto emocional por la pérdida familiar no es lo único con
lo que va a tener que lidiar en el regreso al barrio de su niñez. Al lado de la
casa, precisamente junto a la puerta de entrada, se encuentra un humilde taller
de costura atendido por una inmigrante chilena llamada Leonor (Paulina
Garcia) y su hijo Tony (Michael Barbieri), de la misma edad que Jake
y con el cuál rápidamente se convierten en amigos inseparables.
Las diferencias de carácter entre Jake y Tony son muy
pronunciadas, pero esto hace que su cariño mutuo sea aún más auténtico.
Mientras que Jake es plenamente tímido y a su vez talentoso en el dibujo y la
pintura; Tony es sociable, histriónico y ambicioso para con su sueño de seguir
una carrera como actor, tal como el padre de su amigo. Es a través de ellos dos
que la película se sitúa como una ventana a su mirada inocente cuando se
enfrentan a las complejidades del mundo adulto, en una disputa que nada tiene
que ver con su amistad.
Al parecer el padre de Brian apreciaba mucho a esta familia
y para él ocupaban un lugar más importante como compañía que como inquilinos a
los que se les debería cobrar un alquiler. Sin embargo, la situación económica
para los Jardine no es la mejor y un negocio tan valioso en esa zona
residencial de la ciudad podría significar una gran ayuda para saldar deudas.
No obstante la conversación con Leonor sobre la posibilidad de pagar una
hipotética renta no acaba de la mejor manera cuando ella sostiene que deberían
respetar los deseos del dueño fallecido al dejarla vivir allí. Esto termina
influyendo negativamente en la relación de los dos chicos.
Sachs es un ávido realizador dedicado a la representación
natural de las emociones humanas, algo que no deja de sorprender cuando el
talento de los jóvenes Taplitz y Barbieri (Jake y Tony en el argumento) son la
razón fundamental por las que el film se desarrolla con una sensibilidad
entrañable.Incluso sin poder ponerse de ningún lado de la discusión entre
ambas familias, es el distanciamiento forzado de los dos chicos lo que genera
que Por siempre amigos pueda ser vista de manera distinta,
según el ángulo desde donde se la observe. Sea desde el conflicto
lógico de intereses de los padres por el uso ideal del negocio o en la
importancia de mantener al margen a los hijos y salvar su amistad.
Debates tan personales como éste son los que se dejan al
criterio de cada uno. Un pequeño fragmento de la historia que acompaña y
cuestiona de forma activa al espectador mucho después que finalicen los
créditos finales, en unatarea de reflexión introspectiva que el cine nunca
debería dejar de brindar.
Como primera estación de la denominada gira europea de
su extensa cinematografía, Match point (2005) resulta ahora la
continuación de los grandes temas que Woody Allen siempre se dedicó explicar
con su particular punto de vista. Los sentimientos ocultos, las
inseguridades de pareja, el sexo como desencadenante y fin en sí mismo, la
eterna neurosis del inconformista patológico que materializa el director
neoyorkino, tanto desde la comedia y el drama, con la misma simplicidad y delicadeza
que tiene para descifrar los sentimientos más complejos.
Partimos de un film lento, pausado, flemático como la misma
sociedad aristocrática londinense que se representa en el argumento. Match
point es la historia de Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers), un
ex jugador de tenis que encuentra en la enseñanza de este deporte la manera más
fácil de hacer frente a su retiro. Es este trabajo el que lo lleva a entablar
una amistad con el acaudalado Tom Hewett (Matthew Goode), quien al
enterarse de su gusto por la ópera lo termina invitando al palco familiar que
tiene en el Teatro Real de Londres. Como si todo pareciera obra del destino,
allí conocerá a Chloe (Emily Mortimer), la hermana de Tom, con la que
terminará llevando un noviazgo y poco tiempo después un matrimonio.
Este ascenso social dentro de la familia Hewett no deja de
ser un sueño para este joven deportista venido a menos y sus orígenes humildes
en su Irlanda natal. De un momento a otro pasó de ser un tenista mediocre, a
casarse con la hija de uno de los empresarios más ricos de Gran Bretaña. Sin
embargo, la ordenada cabeza de Chris se ve sacudida rotundamente cuando conoce
a Nola (Scarlett Johanson), la prometida de Tom, y la atracción entre
ellos se hace irresistible a primera vista.
Los meses pasan y la vida del protagonista se torna cada vez
más rutinaria en su relación con Chloe y como ejecutivo en la empresa de su
suegro. Para colmo su mujer empieza a exigirle la necesidad biológica de
tener hijos, influenciada por la multitud de embarazos de sus amigas y la
presión social de formar una familia modelo. No obstante, este letargo
desalentador se rompe cuando Tom y Nola se terminan separando, y es en ese
momento cuando Chris puede al fin concretar el romance trunco que existía con
su ex cuñada.
La doble vida marcha bien entre mentiras y encuentros a
escondidas. Pero la situación se sale de control cuando Nola le
confiesa a Chris que está embarazada, e incluso exige que le cuente toda la verdad
a su esposa para oficializar de una vez su relación. El amor pasional
o la estabilidad económica. La toma de decisiones una vez más como encrucijada
determinante en la filmografía de Allen.
Presa del pánico, Chris no se siente capaz de renunciar al estilo
de vida que tanto le costó conquistar como uno de más del clan Hewett, y decide
terminar su aventura con Nola de la manera más elaborada que su agudo ingenio
podía permitirle: desarrollando un farsa de robo en el que la muerte de su
amante parezca un simple accidente. Para eso, primero debería matar a la casera
del edificio, luego robarle algunas joyas y medicamentos del botiquín, y
esperar pacientemente hasta que Nola apareciera por el pasillo para que todo
encajara en el perfil de un asesinato por drogas. Un plan tan perfecto como
falible, que termina dejando impune al seductor y manipulador Chris, gracias a
una (afortunada) serie de casualidades capaces de despistar las investigaciones
de la policía británica. Aunque a fin de cuentas, la culpa de haber matado
fríamente a la única mujer que amaba y su hijo no nacido quedará por siempre
atrapada en su conciencia.
De esta manera, ya desde el principio del film se
construye una alegoría sobre las mediaciones del azar en cualquier aspecto de
nuestra existencia. Sea desde la primera reflexión en off del
protagonista sobre como “La gente teme reconocer
qué parte tan grande de la vida depende de la suerte”, o las meras
coincidencias que lo llevaron a codearse con la elite más
selecta de Londres. Incluso cuando todo parece perdido, la suerte se pone de su
lado al momento de encubrir su inexperiencia como asesino. El rol implacable de
la casualidad sobre la causalidad que tanto defiende Chris a lo largo de la
película, y que el mismo guion avala dejando que pueda salirse con la suya.
Hasta el embarazo de Nola es visto solamente como un mero
producto de la mala suerte, dentro de esta concepción excesivamente fáctica de
la realidad. Los límites en los que se mueve el ser humano serían muy estrechos
si es tan poco lo que podemos controlar de nuestra historia. Y es aquí donde
surge la pregunta: ¿Cuánto hay de responsabilidad en nuestras acciones?
¿En qué lugar queda el factor ético?
Resulta contradictorio que un personaje tan pragmático a la
hora de reconocer al azar como el mayor engranaje que mueve al universo, pueda
ser tan calculador y precavido para planificar cada paso de su vida. Pero a
pesar de su lucidez para fraguar un crimen o manipular la confianza de su
suegro, en ningún momento Chris llega a asumir la responsabilidad plena
de sus acciones. Ni siquiera cuando la culpa lo persigue, tras haber
acabado con Nola, logra dejar de desresponsabilizarse por sus inescrupulosos
métodos y ambiciones. Es más, lo plantea inteligentemente desde una
mirada literaria, desde la figura trágica de Sófocles, tal como en Edipo
Rey o Antígona se apela a la desgracia para castigar
al hombre que no acepta su destino. Algo que también se insinúa con la
utilización de la ópera como única contextualización musical, a modo de una
enunciación lírica de la tragedia que conllevan las actitudes del protagonista.
“Merezco ser detenido y castigado. Así al menos habría
algún indicio de justicia”, admite Chris mientras busca alguna explicación
a esta alteración del orden natural del mundo, donde el bien siempre triunfa y
el mal siempre paga. Esto significa una contradicción tan grande para
los cimientos de la sociedad moderna, que el mismo asesino anhela
inconscientemente ser juzgado para dotar de algún sentido a su existencia.
Incluso para el espectador que espera que el villano sea inevitablemente
derrotado.
El mundo no gira al igual que lo establecen los cánones
éticos y morales que tenemos más arraigados. Sea en ficción o en el mundo real,
el amor, la justicia y el mismo azar son variables que nunca funcionan de la
misma forma. Y eso es algo que Woody Allen sabe comprender bien.
Sin dudas, la industria bélica es uno de los productos más
asombrosos que pudo haber creado el imperialismo norteamericano dentro de su
poderío económico mundial. Sólo los sabios iletrados estadounidenses son
capaces de vender todo tipo de guerras – e ideologías – por medio oriente con
la misma facilidad que una cajita feliz encandila al sobrino más revoltoso.
Pero desde la explotación desvergonzada de la libertad para
portar armas de fuego hasta la sencillez con la que cualquiera puede romper su
sistema infalible de libre mercado, ningún período representa mejor estos
ideales huecos que la gestión Bush en pleno post 9/11.
Sin embargo, tampoco es cuestión de ponerse a estudiar a
fondo el contexto yanqui para darse cuenta que la trama de Amigos
de armas (2016) no puede ser tan real como inverosímil. Incluso con la
dirección de Todd Phillips (célebre cráneo de la trilogía Hangover),
el relato de cómo dos veinteañeros estafaron millonariamente al ejército de los
Estados Unidos con armamento defectuosodeja de ser una solemne denuncia a
los tejes y manejes de las licitaciones militares, para convertirse en una buddy-movie vibrante
con varios elementos del universo Scorseseano.
Basada (a grandes rasgos) en un artículo
de la revista Rolling Stone, la epopeya de David Packouz (Miles
Teller) y Efraim Diveroli (Jonah Hill) que los llevó a convertirse
en los líderes indiscutidos del tráfico de armas es el equivalente bélico de lo
que Adam McKay replicó magistralmente hace unos meses en La
Gran Apuesta (2015) con el llamado crack económico. Sólo que
aquí reemplazamos las acciones de Wall Street por ametralladoras AK-47.
Prácticamente nadie podía quedarse afuera entre las miles de contrataciones
militares diarias que surgían como producto de la invasión estadounidense a
Irak, y eso justamente es lo que se ve reflejado en la vorágine con la que los
protagonistas disfrutan de su éxito repentino.
Pero todo el dato duro de los métodos de distribución,
finanzas fraudulentas y técnicas de comercialización se hacen a un lado cuando
la voz en off de David, con sus epifanías al mejor estilo Godfellas
(1990), es la encargada de llevar adelante la narrativa como si
tratara de la crónica de una muerte anunciada. Estas versiones ficcionalizadas
de Packouz y Diveroli son el prototipo del mismo tipo de derroche que Jordan
Belfort hacía gala en El Lobo de Wall Street (2013), del cual
no solamente toma prestados los delirios de Jonah Hill, sino también la
facilidad con la que Scorsese hace que nos encariñemos con personajes
moralmente repulsivos.
El magnetismo que genera el dúo principal funciona en
gran medida gracias a la química que desarrollan estos dos amigos dispuestos a
todo con tal acceder a lo más alto del mercado armamentístico. Sea
escapando de la guerrilla por las rutas de Bagdad o realizando tratos con los
resabios soviéticos en Albania, todas estas situaciones se viven como una
travesura digna del anecdotario más curioso.
No obstante, mientras que Miles Teller queda un poco
desaprovechado – más todavía si se lo compara con su papel de Whiplash (2014)
– dentro del carácter pasivo y casi servicial de Packouz, es Jonah Hill
quien se luce a la hora de encarnar a Efraim como un verdadero psicópata y
dirigir el verdadero ritmo del argumento. La personificación del actor
es tan cautivadora que hasta su risa ridícula (cercana a un chillido) funciona
como un signo de exclamación en los momentos más tensos. Momentos en donde no
hay vuelta atrás y se ve cómo un Efraim calculador decide destruir o traicionar
al que tiene enfrente sólo por un comentario desafortunado.
“La guerra es un sector más de la economía” se
afirma varias veces durante el film, tal como lo hacía Nicholas Cage en El
Señor de la Guerra (2005). Amigos de Armas cuenta
con una visión políticamente incorrecta de los conflictos armados, que casi
minimaliza totalmente la tragedia implícita que significan los campos de
batalla. Algo que resulta difícil de olvidar si se trata de
racionalizar demasiado en una película que más que imponer una moralina
antibélica, intenta divertir sin muchas pretensiones.
Al fin y al cabo los criminales siempre pagan, y eso es algo
que Hollywood se encarga de aclararlo en los primeros cinco minutos.