martes, 17 de abril de 2018

Los artistas invisibles


La fauna de la ciudad siempre tiene una cara oculta, llena de motivaciones y frustraciones anónimas. Sólo faltaba preguntar para conocer esas historias.

Willian: con la sonrisa, ante todo


A pesar de estar rodeado de gente en plena peatonal Florida y avenida Córdoba, Willian parece tocar solo en su mundo de acordes sutiles y prosa carioca. Armado únicamente con su guitarra y un pequeño amplificador, hace frente a la indiferencia del caminante apurado, acostumbrado a ver al artista callejero como parte de la fauna de Buenos Aires.

– A la gente le gusta mi música – asegura al darse cuenta que el billete más grande en el sombrero no supera los cinco pesos —. Además que la música de mi país es muy rica armónicamente hablando.

Willian nació hace 27 años en una casa sin patio de Caxias do Sul, a unos 100 kilómetros de Porto Alegre, aunque tranquilamente podrían ser más. Todos los días, haga calor o frío, usa el mismo jean negro gastado y una polera negra haciendo juego. Según él, es para que la gente se fije más en su música que en su apariencia. “Acá en Argentina piensan que los brasileros andan vestidos de carnaval todo el año” bromea en un español sorpresivamente claro.

– ¿Hace cuánto que estás acá en Buenos Aires?
– Desde el 15 de Diciembre – dice tratando de hacer memoria –. Estoy de vacaciones aquí pero tengo el sueño de ir a Europa. Me gustaría conocer Francia.
– ¿Francia? ¿Es por alguna razón en especial?
– Cuando llegué conocí a una francesa en el hostel que me invitó a acompañarla a Paris. Ella se fue y yo me quedé aquí. Algún día la iré a buscar. – Se promete como si yo fuera capaz de juzgarlo.

En ese momento una señora interrumpe la nostalgia dejando un billete de $10 bastante gastado y Willian vuelve a tocar otra vez para su público.

Obrigado senhora. Que deus la bendiga – le agradece en su mejor portuñol. Parece que tiene bien en claro que a la gente le gusta más escucharlo en su acento natal, que en su versión aporteñada.

Como todo brasileño, Willian lleva la bossa nova en la sangre como la sonrisa radiante del que no le cuesta encontrar razones para sonreír si la música lo acompaña. Será su facilidad para abstraerse del caos del mundo, o que sus melodías generan alguna especie de burbuja de paz artificial a su alrededor que ni hablar de la muerte de Marielle Franco lo perturba. Su optimismo es tal, que dice orgulloso que no planea volver a Brasil hasta que no se vaya Temer, y lo reafirma con otra carcajada para demostrar que no me está haciendo un chiste.

En ese momento veo que en ningún momento dejó de tocar su instrumento, ni siquiera para responder mis preguntas, como si tuviera la necesidad de musicalizar la conversación. Se me ocurre preguntarle si alguna vez estudió música, pero se me adelanta para aclarar que le enseñó su hermana antes que falleciera. Y por primera vez me doy cuenta de que él ya no tiene ganas de hablar ni yo de preguntar. Mientras, él sigue tocando.

– No te molesto más entonces. Suerte en tu viaje a Francia.
– Muchas gracias amigo – se despide durante el estribillo de “Acuarela”, uno de los hits de Toquinho que nunca faltan en el repertorio guitarrero brasileño —. Ya nos veremos otra vez.

Camino unos pocos metros y escucho que Willian me grita risueño desde lejos: “Suerte para ustedes en Rusia, que este año con Neymar ganamos de nuevo”.

Era imposible que durante la conversación entre un argentino y un brasileño la rivalidad futbolera brillara por su ausencia.



Enzo: siempre en movimiento


– Viene para acá, lanzo el otro, el tercero cae en la izquierda, y por lo general siempre la gente aplaude ahora, no sé por qué… — Relata Enzo cual relator de fútbol haciendo lugar a los aplausos que no tardan en llegar. Acto seguido recorre los asientos del subte para recolectar cualquier aporte antes de que las puertas de la línea B se cierren definitivamente.


– No hubo suerte esta vez. – dice agitado después de la corrida, pero con las manos vacías.

Enzo es malabarista. Aunque él prefiere llamarse a sí mismo “artista circense” como para englobar toda disciplina artística relacionada con el alto rendimiento físico: malabares, acrobacia, actuación, danza, incluso el canto. “El arte del movimiento” lo clasifica Enzo para diferenciarse de lo que él llama “el artista pasivo”, que solamente pinta o toca un instrumento.

– ¿Por qué tenés la necesidad de diferenciarte del que prefiere hacer arte desde un lugar menos exigente físicamente?
– Yo no me diferencio. Yo prefiero expresarme desde la actividad física en vez de quedarme sentado esperando a que la inspiración me ilumine. Si quisiera tocar música o pintar un cuadro me quedaría en mi casa. Además que la gente acá no te escucha directamente. Es más fácil sorprenderla desde lo visual.
– ¿Pero no creés que se puede sorprender al público con una buena canción o con un buen dibujo?
– Creo que la gente tiene que aprender a sorprenderse. El porteño en general no le da mucha pelota al boludo que viene a interrumpir su viaje” reflexiona guardando las pelotitas en su mochila gastada, llena de pines de bandas de rock. “Ser artista callejero significa muchas veces actuar desde la arrogancia. Generar una armadura que te permita sobreponerte a la indiferencia. El show siempre debe continuar.

Enzo llegó a Buenos Aires, desde Paraná, a fines del 2015 para estudiar la carrera de Artes Circenses en la Universidad de Tres de Febrero. La carrera tenía una gran cantidad de contenido práctico en malabares y acrobacia, pero también tenía varias materias teóricas como Historia del arte o Problemática del Mundo Contemporáneo. Y particularmente esas horas de lectura obligatoria son las que hicieron que dejara la carrera después del primer año. “Me acuerdo que en esa época mis viejos me mandaban la plata para que fuera a cursar desde Pompeya, donde vivía con mi primo. Iba solamente a las prácticas y faltaba a todas las teóricas. Así me quedé libre” recuerda como si fuera parte de un cuento que contó ya muchas veces.

– ¿Nunca se te dio por volver a estudiar?
– No, para mí eso ya fue. Con esto me alcanza.
– Entonces te alcanza para vivir haciendo esto…
– ¿Haciendo malabares? No, para nada” se ríe incrédulo. “Soy vendedor de ropa en un shopping. Esto lo hago por gusto nomás”.

Me saluda con la mano y se va corriendo al subte que está por salir desde la estación Leandro N. Alem. A través de las puertas se escucha a medias la presentación con la que siempre comienza su acto: “Hola, mi nombre Enzo, y vengo a presentarles mi número de malabares. Para el que quiera colaborar con lo que hago, voy a pasar la gorra después de…” La introducción queda inconclusa mientras el tren acelera y se pierde en la oscuridad del túnel.



Maru: el dibujo anónimo


A Maru le gusta por sobre todas las cosas pintar rostros. Muchas veces sus amigos le piden que dibuje paisajes, personajes de animé, o hasta escudos de fútbol con su lápiz, pero si fuera por ella se la pasaría retratando a la gente que pasa por la plaza Lavalle, frente al Palacio de Tribunales. Maru se sienta todos los jueves al mediodía en el banco que se encuentra frente al ombú para reproducir en el papel lo que ve. No pide ninguna colaboración a cambio. A su alrededor no hay nada que exponga su trabajo. Maru pinta para ella, no para los demás.

– ¿Por qué venís a esta plaza y no a otras?
– Porque es la que me queda más cerca del subte para ir a la facultad – confiesa con una sonrisa tímida – No sé, hay otras plazas más lindas que esta. Quizás es porque la gente que pasa por acá viene pensando en otras cosas como el trabajo y ni se da cuenta que hay alguien que los está dibujando. Es más fácil dibujar si no te ven.
– ¿Te considerás una artista callejera?
– Creo que cualquiera que haga algo artístico es un artista. Sólo tiene que sentir lo que hace. A veces se piensa que para ser artista callejero se tiene que pedir una limosna a cualquiera, como una forma de justificar lo que a uno le gusta hacer. Yo prefiero dibujar para regalar, no para vender.

Maru es casi una paciente de un arte terapéutico, y sus dibujos son el cable a tierra que tantos otros, víctimas de la tiranía farmacéutica, traducirían en un Rivotril. Sin embargo, mientras habla es inevitable ver que su mano hace bocetos de memoria casi sin mirar el papel. De vez en cuando hace tres líneas e inmediatamente borronea el grafito sobrante de una con el pulgar. Al final su expresión indica que no le termina de convencer lo que está dibujando.

De golpe se levanta del asiento como si se hubiera olvidado de algo muy importante.
– Bueno, me tengo que ir. Muy linda charla – se despide apurada y me da una hoja de su cuaderno – Tomá, te lo regalo.


La veo irse y me encuentro con que me estuvo dibujando durante todo este tiempo. Ni siquiera me dio la oportunidad de darle las gracias la muy vergonzosa. Claramente tendré que volver algún día para pedirle que me dibuje otra vez.




Crónica publicada originalmente el 12 de Abril de 2018 en Revistawacho.com

miércoles, 11 de abril de 2018

Comentarios sobre The X-Files – Temporada 11 (2018)


Este análisis contiene SPOILERS


Cerrar el ciclo


Después de 25 años repartidos en once temporadas, dos películas, dos spin-offs y tres colecciones de comics, es indudable que The X-Files se convirtió en uno de los programas más influyentes de la historia de la televisión. Y sin embargo, no hay mejor momento que este para decirles adiós y cerrar el ciclo de una vez por todas y para mejor.


Cuando la FOX canceló oficialmente la serie allá por 2002, Los Expedientes X y la tropa de guionistas liderada por su creador Chris Carter habían podido recrear un final bastante sólido, si se tiene en cuenta el legado que la serie ostentaba. The Truth (09×19/20) se emitió como un especial de dos partes y pudo traer del ostracismo a David Duchovny para que pudiera estar presente en la conclusión de una mitología que ya se les había ido de las manos hace rato. Pero la posibilidad de recuperar a varios personajes emblemáticos y de por fin permitir que Mulder y Scully consumaran su relación (con un gran paralelismo al comienzo de la serie, reflexionando sobre la vida y las emociones), se sumaba a interpretar la invasión extraterrestre únicamente como un obstáculo más en la eterna búsqueda de la verdad. Una verdad que siempre se vinculó más con la búsqueda de sentido en sus convicciones, que con el descubrimiento de conspiraciones gubernamentales.

La serie siempre se enfocó en Mulder y en cómo su cruzada por esclarecer la desaparición de su hermana lo llevó a aislarse del mundo, y en la fe y el escepticismo ciego de Scully que ponían en jaque su necesidad de creer en la existencia de un equilibrio divino, cada uno por su lado. Pero el final de la novena temporada los encontraba fundidos en un abrazo, listos para enfrentarse a lo que sea. Tras muchos años de aventuras, por fin se habían encontrado.

No es por nada que la temporada 11 también termine así, con ellos abrazados mirando al horizonte, pero en un contexto completamente distinto. Ahora el dúo se acaba de re-encontrar con William, su hijo perdido por más de 16 años, para luego verlo morir en manos del Fumador (o al menos es lo que ellos creen), Mulder mata por última vez al Fumador (la tercera es la vencida) logrando vengarse finalmente de su maquiavélico padre, y ahora Scully está embarazada otra vez, como para hacer del futuro un lugar más prometedor. Pero por más que el final abierto invite a una hipotética duodécima temporada, verlos a ellos dos abrazados en un muelle desolado con lágrimas en los ojos hace que parezcan exhaustos. Tanto como los seguidores intentando recrear la esencia errática de una serie que se perdió hace mucho tiempo.

La mitología deshecha


En 2015, durante el anuncio de la décima temporada, llegué a decir que el famoso latiguillo “La verdad está ahí afuera” del que hace su leitmotiv la saga, nunca resultó un significante tan vacío como en el presente. ¿Qué era la verdad en Los Expedientes X, más que la necesidad de dudar del status quo?

En ese momento parecía más que necesario buscar algo nuevo en qué creer. La híper-comunicación constante es algo con lo se convive todos los días. Hablar de conspiraciones secretas implicaba explicar a Julian Assange y a Edward Snowden, abarcar la verdad oculta en los conflictos sociales, en los procesos políticos, en el hambre, en las guerras. Mirar al cielo en busca de platillos voladores ya no sirve cuando la paranoia toma ahora nuevas formas a nuestro alrededor. Porque, en definitiva, ya no somos los mismos que en los años 90’.

El llamado revival de 2016 venía supuestamente a hacerse cargo de eso: Recuperar esa curiosidad paranoide premonitoria de los viejos tiempos, inspirada en el folclore popular sobre monstruos marginados y el misticismo más tradicional. Pero sin perder la profundidad de la mitología principal, dedicada a indagar la manipulación de la información a cargo de los gobiernos de turno y el encubrimiento de vida extraterrestre. Aunque principalmente venía a revitalizar el vínculo de Mulder y Scully como un dúo icónico y darles la posibilidad de interactuar con un contexto totalmente distinto del que fueron inicialmente concebidos. Los tiempos del fax y los celulares con tapita hace mucho que quedaron atrás en una serie que supo ser pionera en el uso del internet.

Pero sin ir más lejos, la temporada 10 nunca pudo acercarse a los valores de calidad que marcaron una época. Ni siquiera el retorno de varios guionistas y actores históricos del proceso pudo emular el verdadero espíritu empírico de antaño, sino que acrecentó esa impronta torpe y apresurada en las tramas que venía desde los últimos años del show, centrados mayormente en la acción por sobre la investigación y el razonamiento de los protagonistas.

“Todo puede pasar en Los Expedientes X”, decían las promos de cada capítulo nuevo, y al margen de que siempre aceptamos que la serie transcurre en un universo paralelo al nuestro – uno en el que se puede matar a potenciales sospechosos de un crimen, ser acusado de traición a los Estados Unidos y seguir siendo agente del FBI – se puede decir que la intrincada cronología de la serie llegó al límite de lo contradictorio e inverosímil para cualquier seguidor de la saga.



Si bien es verdad que hacía bastante tiempo que la mitología de la invasión final a la Tierra había dejado de tener sentido (precisamente desde la disolución del llamado sindicato de conspiradores), ni la ocurrente reinterpretación del sagrado testamento (The Sixth Extinction, 7×01) ni la aparición de súper-soldados híbridos extraterrestres durante la octava temporada – posteriormente olvidados en la segunda película de 2008 – fueron vueltas de tuerca suficientes para fundamentar el comienzo de la décima. En su lugar se decidió olvidar gran parte de la premisa construida durante años, y así simplificar tantos vericuetos argumentales en un programa más accesible para el público que siempre se renueva.

De esta manera, la temporada 11 vuelve a tomar la línea argumental confusa de la invasión reviviendo a su peor villano, El Fumador (recordemos que un misil le explotó el rostro durante el primer final de la serie), y reincorporando a la trama a William, el hijo que Scully tuvo que dar en adopción luego de que una secta alienígeno-religiosa intentara apoderarse de él.

El ahora adolescente William es la clave y también uno de los protagonistas para entender el futuro ataque extraterrestre, con sus poderes telepáticos, pero también con la capacidad de modificar la materia. Razones de sobra para ser considerado un arma letal en una eventual lucha por la supervivencia humana. Sin embargo, William es un personaje bastante blando de por sí. Muy poco se puede rescatar de la interpretación del joven Miles Robbins como el típico adolescente conflictuado con súper-poderes, pero más penoso es ver como el guion lo banaliza y lo reduce a ser únicamente una llave en un conflicto del que nunca participa ni llega a entender. Ya desde un principio es difícil encariñarse con él, para que luego se intente generar un momento emotivo cuando su vida corre peligro.

El problema radica en que nunca llegamos a empatizar realmente con este muchacho. Un personaje importantísimo en lo que vendría a ser la mitología central, y que se termina luciendo más cuando está ausente que cuando aparece en pantalla. Todo lo que rodea a la existencia de William – su concepción milagrosa a pesar de la esterilidad de Scully, la naturaleza híbrida que lleva en su genética, y el sentimiento de pérdida de sus padres a la hora de darlo en adopción – es realmente el vehículo por el que esta temporada final se mueve con más soltura. Algo que accidentalmente termina siendo muchísimo más interesante y valioso que la prolongadísima invasión final.

“William era una idea que nació en un laboratorio. Lo cargué, lo parí, pero nunca fui su madre”, explica Scully, y de paso nos remite a la pequeña Emily Sim, o incluso a Gibson Praise, otros niños que durante la serie también fueron concebidos con fines perversos. Y puntualmente eso es lo único que termina importando de William, el efecto genera en los demás, no sus emociones al respecto de su identidad. Lo que en definitiva pone en duda la necesidad de incluirlo físicamente en la recta final de la historia.

Pero si justamente es el efecto que produce la ausencia de William en Mulder y Scully lo más rescatable de este arco argumental, nada resulta más grosero a la cronología que la oportuna decisión de revelar que El Fumador es en realidad el verdadero padre del chico. Sucede que, en un inesperado cambio de los acontecimientos, la serie se remonta a un recóndito episodio de la séptima temporada (En Ami, 7×15) para explicar que Scully fue sedada y técnicamente violada para gestar al próximo salvador de la Tierra, con parte del material genético del Fumador como agregado. Al final, Scully sigue siendo siempre una herramienta secundaria en una disputa entre hombres.



CGB Spender – nombre real del Fumador – siempre fue un personaje polémico. Despiadado con sus enemigos, capaz de entregar a su propia mujer con tal de salvarse él mismo de la colonización extraterrestre, pero siempre con motivaciones claras que se justificaban en una visión retorcida del bien común. Agregarle violación a su largo prontuario resulta totalmente innecesario si ya estamos hablando del asesino de J.F. Kennedy y Martin Luther King. Pero incluso es una falta de respeto al intelecto de un hombre que supuestamente siempre tuvo todo bajo control.

Por si esto fuera poco, hasta Mulder pierde también toda su esencia acercándose al último episodio, y precisamente el que se supone como el cierre definitivo a toda la serie. De golpe, el agente más creyente deja de buscar pistas y se convierte en una máquina de matar, tirando primero y ni siquiera preguntando después. Precisamente un personaje que siempre dudó en usar su arma, incapaz de matar a sangre fría durante gran parte de la serie gracias a su convicción de buscar la verdad más allá de la venganza. Atrás quedaron momentos clave en donde Mulder bajaba su arma frente a un villano con tal de seguir escuchando un poco más, con la esperanza de encontrar a su hermana, de encontrar la cura del cáncer de Scully, o de por fin entender la telaraña de conspiraciones en la que estaba involucrada su familia.

Por otro lado, ni la presencia de viejos conocidos como el supervisor Alvin Kersh y los agentes Mónica Reyes (quien también fuera protagonista durante la temporada 8 y 9) y Jeffrey Spender, que se dan el lujo de realizar una última aparición, llegan a justificarse en algo más que un simple cameo. La posibilidad de poder despedirse de todos estos personajes con algún tipo de desenlace en sus historias no era algo imprescindible, pero si hubiera sido un buen gesto al público incondicional.

Sin embargo, la peor parte se la lleva el inspector Walter Skinner. Aquel personaje que terminaría convirtiéndose en uno de los favoritos por ser la mano derecha del dúo protagonista y en varias ocasiones por ser el único en quien se pudiera confiar, termina siendo atropellado durante una persecución y nunca más la serie se vuelve a referir a él. Ni siquiera para aclarar si aún sigue vivo o si su funeral estará a la altura de sus honores. ¿Tanto costaba darle una muerte que lo homenajeara como se debe? Ni siquiera un diálogo significativo que lo reivindique después de tantas aventuras.

Que el auto-proclamado final de una serie no sea lo que todos los fanáticos esperaban es algo lamentablemente bastante común en los últimos tiempos. Los ejemplos sobran. Pero sorprende, y al mismo tiempo resulta ofensivo, que siendo los mismos realizadores originales los encargados de llevar a adelante este revival con total libertad y presupuesto, el resultado no se pueda considerar al menos una conclusión coherente para todas las historias y personajes que desfilaron por más de 200 episodios.

Pero entonces, ¿Se puede decir que la temporada 11 es la peor de la historia de Los Expedientes X? ¿Existe algo que reivindique la última entrega de la serie?

La antología intacta


Por más que la mitología extraterrestre haya sido la piedra angular del show, parte de la identidad de The X Files siempre estuvo ligada a su naturaleza de unitario. Esa posibilidad de darse un respiro entre tanto espionaje gubernamental y poder explorar un poco mejor el perfil opuesto y complementario de Mulder y Scully, era la principal motivación con la que se permitía un enfoque paródico y lisérgico en algunos de sus casos más introspectivos. Pero principalmente es la fórmula del “monstruo de la semana” lo que dotaba a la serie de ese espíritu antológico.

Cada historia paralela era una nueva chance (con algún que otro director o guionista invitado) para innovar en métodos narrativos, correrse un poco de la ciencia ficción o incluso reinterpretar las más diversas y retorcidas leyendas urbanas. Fantasmas, mutantes, psíquicos, incluso inconsistencias en el funcionamiento de las leyes de la física en el tiempo y espacio, no todo tenía que ver con una conspiración a gran escala.

Es así que los capítulos antológicos son la prueba de cómo la química de Mulder y Scully siempre fue la clave de una fórmula que trasciende a cualquier arco argumental. Al igual que puede suceder con personajes célebres como Batman o Sherlock Holmes, la atemporalidad del dúo de agentes es el instrumento para situarlos en cualquier contexto, situación o género y que al mismo tiempo sus historias sigan siendo relevantes por fuera de las temáticas más tradicionales.

Esto conlleva la certeza de que por más imperfecta y poco inspirada que resulte la temporada 11 en su mitología central, la mecánica de los protagonistas y sus eternas disputas ontológicas son lo que redimen a la mayoría de sus episodios.



El segundo capítulo (“This”) es el primero en alejarse relativamente de la invasión y la búsqueda de William, pero lo más interesante es que retoma un viejo dilema en la serie como es el de romper las barreras físicas a la hora de trasladar la conciencia humana a una computadora (todo esto previo al San Junípero de Black Mirror).

Como si se tratara de un remake de Kill Switch – episodio de la quinta temporada escrito por el maestro de la ciencia ficción William Gibson – la idea de transferir la esencia de una persona a la inmensidad de internet se repite, pero con la diferencia de convertirlo en una discusión sobre el legado de la mente. ¿Hasta qué punto se puede perdurar la vida y el pensamiento en la inmortalidad de lo digital? Nada mejor que preguntárselo a partir de las reflexiones de Richard Langly (Dean Haglund), el melenudo metalero de los pistoleros solitarios que vuelve en forma de homenaje a los caídos de la serie original.

Esta actualización del show en su relación con la tecnología y la ciencia ficción más distópica también revitaliza el lugar de Los Expedientes X en un mundo regido por las computadoras y los Smartphones. Si ya en este último capítulo se hace patente la manera en que se representa la globalización de las empresas de seguridad y la digitalización de todos los casos del FBI, no es hasta “Rm9sbG93ZXJz” (Followers en código binario) que la íntima relación de la saga con las implicancias catastróficas de la tecnología se hace más pronunciada, y hasta limita con críticas a la sociedad de consumo – recurrente también en episodios como Wetwired, Arcadia y Hollywood A.D –.

La condición de imprescindible que se le atribuye a las inteligencias artificiales en la vida cotidiana y la vulneración de nuestra privacidad por parte de estas, son los disparadores para que el mítico guionista Glen Morgan (autor de varios de los mejores episodios del programa) sitúe a Mulder y Scully en una disputa con una I.A. rebelde. Un enemigo intangible que se expresa a partir de emoticones y notificaciones en sus celulares, capaz de ver y oír todo, y desarrollado exclusivamente con la obsesión patológica de satisfacer a sus consumidores.

Pero no solamente por la siniestra premisa (otro guiño a Black Mirror) es que Followers se convierte fácilmente en un nuevo X-File clásico, sino también por la distintiva ambientación de urbe desértica elegida por Morgan para representar la paranoia de ser acosados por cualquier objeto tecnológico a su paso. Tanto es así, que todo el capítulo se desarrolla con poquísimos diálogos y se sostiene casi íntegramente en las expresiones de ellos dos y en la tensión de poder ser escuchados en todo momento. Incluso la ausencia de otros personajes – y hasta de extras en la ciudad – fomentan la sensación de estar siendo espiados.



Dejando de lado la distopía tecnológica, The Lost Art of Forehead Sweat es otro de los puntos altos que demuestran la versatilidad de situaciones fantásticas a las que se puede exponer a estos personajes. Escrito por el hermano de Glen Morgan, Darin (otro gran colaborador a la historia de la serie), el capítulo se basa en el llamado efecto Mandela para explicar la existencia de recuerdos que nunca pasaron, o en su defecto, que sucedieron en otra dimensión. Y en este caso surge a partir de la discutible memoria de Mulder, quien asegura haber visto de chico un episodio de La Dimensión Desconocida que no figura en ningún registro de la época.

Si los recuerdos de Mulder son reales o no, mucho no importa, la idea ya de por sí es delirante. Pero la duda se lleva hasta las últimas consecuencias con la aparición de un hombre llamado Reggie (Brian Huskey) que dice ser el tercer integrante junto a Mulder y Scully de los expedientes X en el FBI, además de afirmar que todos somos víctimas de una conspiración para modificar la memoria de la gente.

La utilización de flashbacks de capítulos icónicos incluyendo de forma paródica a este tal Reggie y la manera desopilante con la que se ponen en duda varios eventos reales confusos en la memoria colectiva, son equiparables al desarrollo de otros episodios paródicos como “Jose Chung’s From Outer Space” (03×20) o “Mulder and Scully Meet the Were-Monster” (10×03), que también jugaban con la posibilidad de que haya distintas versiones sobre un mismo hecho. La maleabilidad de la memoria y la subjetividad de la verdad reafirman la idea de que “El que controla el pasado, controla el futuro”, como decía George Orwell, y Darin Morgan no podía dejar de citarlo para construir esta premisa de lo más disparatada.

Pero volviendo a las bases paranormales más clásicas, la química inoxidable de Mulder y Scully también se luce en otros episodios como Plus One (11×03), Familiar (11×08) o Nothing last forever (11×09).

Uno gira alrededor de la conexión psíquica de dos hermanos gemelos que juegan al ahorcado con sus víctimas, el segundo retoma la esencia del “pueblo chico infierno grande” en los suburbios para relacionarla con la influencia de los cultos satánicos, y el último funciona como una propuesta más gore para narrar los experimentos de un médico y su novia actriz para alcanzar la juventud eterna. Ninguno sale de lo genérico en cuanto a su inventiva, y hasta en algunos momentos se nota un cierto apuro para atar cabos, sin embargo es la profundización en los temores y motivaciones del dúo y la maduración en su relación como pareja, lo que termina dejando algo más rescatable dentro de lo que podrían haber sido capítulos del montón.

El miedo de Scully a la vejez y la culpa existencial de haber abandonado a su hijo William, su apoyo emocional en Mulder, la búsqueda de respuestas en la fe, todo converge a la hora de ahondar en la confianza incondicional que se tienen y de demostrar que no son nada el uno sin el otro. Precisamente en Nothing Last Forever, Mulder dice lo que quizás sea la esencia de su relación con Scully tras tantos años: “Creo que todo lo que tenemos es el resultado de cada elección que hicimos. Al final siempre esperamos haber elegido correctamente”.

Tanto Mulder como Scully decidieron dejar carreras exitosas en sus campos de investigación, para poder acompañarse mutuamente en una cruzada con convicciones opuestas. La famosa verdad que tanto buscaron nunca fue la misma para cada uno de los dos, pero si compartían la necesidad de creer en algo. En lo que sea, en el otro.



Y ahora que otra vez terminan abrazados, con otro hijo en camino (por más incoherente que resulte) y la esperanza de un mundo mejor, no hay mejor conclusión para ellos en su eterna búsqueda de la verdad.

Así que por más que Gillian Anderson ya haya confirmado que no volverá a ponerse en los tacos de Scully en el futuro, o que Chris Carter abra la puerta a una posible temporada 12 sin la colorada, Los Expedientes X tienen un legado que no requiere de nuevas temporadas ni de nuevos actores para seguir estando vigente. Pero aun así, sea desde un remake, un reboot, o hasta desde una película, la reciente incorporación de FOX al gigante Disney hace ilusionar que aunque la odisea de Mulder y Scully ya haya terminado, siempre podrán comenzar otras nuevas que nos incentiven a buscar algo nuevo en qué creer.

Y si se da, allí estaremos otra vez, buscando la verdad ahí afuera.



Artículo publicado originalmente el 8 de Abril de 2018 en Proyectorfantasma.com.ar