Sin dudas, la industria bélica es uno de los productos más
asombrosos que pudo haber creado el imperialismo norteamericano dentro de su
poderío económico mundial. Sólo los sabios iletrados estadounidenses son
capaces de vender todo tipo de guerras – e ideologías – por medio oriente con
la misma facilidad que una cajita feliz encandila al sobrino más revoltoso.
Pero desde la explotación desvergonzada de la libertad para
portar armas de fuego hasta la sencillez con la que cualquiera puede romper su
sistema infalible de libre mercado, ningún período representa mejor estos
ideales huecos que la gestión Bush en pleno post 9/11.
Sin embargo, tampoco es cuestión de ponerse a estudiar a
fondo el contexto yanqui para darse cuenta que la trama de Amigos
de armas (2016) no puede ser tan real como inverosímil. Incluso con la
dirección de Todd Phillips (célebre cráneo de la trilogía Hangover),
el relato de cómo dos veinteañeros estafaron millonariamente al ejército de los
Estados Unidos con armamento defectuosodeja de ser una solemne denuncia a
los tejes y manejes de las licitaciones militares, para convertirse en una buddy-movie vibrante
con varios elementos del universo Scorseseano.
Basada (a grandes rasgos) en un artículo
de la revista Rolling Stone, la epopeya de David Packouz (Miles
Teller) y Efraim Diveroli (Jonah Hill) que los llevó a convertirse
en los líderes indiscutidos del tráfico de armas es el equivalente bélico de lo
que Adam McKay replicó magistralmente hace unos meses en La
Gran Apuesta (2015) con el llamado crack económico. Sólo que
aquí reemplazamos las acciones de Wall Street por ametralladoras AK-47.
Prácticamente nadie podía quedarse afuera entre las miles de contrataciones
militares diarias que surgían como producto de la invasión estadounidense a
Irak, y eso justamente es lo que se ve reflejado en la vorágine con la que los
protagonistas disfrutan de su éxito repentino.
Pero todo el dato duro de los métodos de distribución,
finanzas fraudulentas y técnicas de comercialización se hacen a un lado cuando
la voz en off de David, con sus epifanías al mejor estilo Godfellas
(1990), es la encargada de llevar adelante la narrativa como si
tratara de la crónica de una muerte anunciada. Estas versiones ficcionalizadas
de Packouz y Diveroli son el prototipo del mismo tipo de derroche que Jordan
Belfort hacía gala en El Lobo de Wall Street (2013), del cual
no solamente toma prestados los delirios de Jonah Hill, sino también la
facilidad con la que Scorsese hace que nos encariñemos con personajes
moralmente repulsivos.
El magnetismo que genera el dúo principal funciona en
gran medida gracias a la química que desarrollan estos dos amigos dispuestos a
todo con tal acceder a lo más alto del mercado armamentístico. Sea
escapando de la guerrilla por las rutas de Bagdad o realizando tratos con los
resabios soviéticos en Albania, todas estas situaciones se viven como una
travesura digna del anecdotario más curioso.
No obstante, mientras que Miles Teller queda un poco
desaprovechado – más todavía si se lo compara con su papel de Whiplash (2014)
– dentro del carácter pasivo y casi servicial de Packouz, es Jonah Hill
quien se luce a la hora de encarnar a Efraim como un verdadero psicópata y
dirigir el verdadero ritmo del argumento. La personificación del actor
es tan cautivadora que hasta su risa ridícula (cercana a un chillido) funciona
como un signo de exclamación en los momentos más tensos. Momentos en donde no
hay vuelta atrás y se ve cómo un Efraim calculador decide destruir o traicionar
al que tiene enfrente sólo por un comentario desafortunado.
“La guerra es un sector más de la economía” se
afirma varias veces durante el film, tal como lo hacía Nicholas Cage en El
Señor de la Guerra (2005). Amigos de Armas cuenta
con una visión políticamente incorrecta de los conflictos armados, que casi
minimaliza totalmente la tragedia implícita que significan los campos de
batalla. Algo que resulta difícil de olvidar si se trata de
racionalizar demasiado en una película que más que imponer una moralina
antibélica, intenta divertir sin muchas pretensiones.
Al fin y al cabo los criminales siempre pagan, y eso es algo
que Hollywood se encarga de aclararlo en los primeros cinco minutos.
Las comparaciones entre DC y Marvel siempre
son odiosas cuando se trata únicamente de gustos personales. Está claro que
ponerse a discutir sobre eso sería el equivalente a un eterno Boca/River que
jamás va a tener solución. Sin embargo, lo primero que surge a simple vista
cuando hablamos del incipiente universo cinematográfico DC es la imperiosa
necesidad de ponerse a la par de su rival directo lo antes posible, cueste lo
que cueste. Aunque esto signifique condensar la prolija planificación de más de
una docena de películas en sólo tres.
Después del fiasco que resultó Batman
Vs Superman: Dawn of Justice, Suicide Squad (2016)
generaba otra vez una expectativa sin igual a través de la confirmación de un
elenco de primer nivel, sumado a los cientos de filtracionessobre
la historia, los probables cameos y las noticias de Jared Letoregalándole
cosas raras a sus compañeros. Y si encima los tráilers – uno mejor que el otro
– no hacían más que prometer aún más desenfreno y locura por parte de estos
villanos emblemáticos, no había dudas de que la Warner Bros. se proponía
conquistar definitivamente al público esquivo y la crítica por igual.Ahora
el interrogante está en saber si realmente lograron estar a la altura de las
circunstancias, incluso después de enterarnos queexisten
seis o siete versiones finales de la película.
El film dirigido por David Ayer (End of
Watch, 2012, Fury, 2014) se sitúa precisamente
después del enfrentamiento entre el caballero de la noche y el hombre de acero,
en un mundo con la misma preocupación de enfrentarse a fuerzas todopoderosas
capaces de destruir la Tierra en un abrir y cerrar de ojos. Para evitar
esto y que cualquier meta-humano de turno sea el próximo en
borrarnos del mapa, el gobierno de los Estados Unidos le encomienda a la jefa
de inteligencia Amanda Waller (Viola Davis) la tarea de crear un grupo
de los peores criminales de Ciudad Gótica y así usarlos como carne de cañón en
las misiones más peligrosas, a cambio de una reducción en sus
cadenas perpetuas.
Este conjunto de inadaptados compuesto por Deathshot (Will
Smith), Harley Quinn (Margot Robbie), Killer Croc (Adewale
Akinnuoye-Agbaje), Diablo (Jay Hernández), Boomerang (Jai
Courtney) y Slipknot (Adam Beach) será el equipo titular liderado
por el militar Rick Flag (Joel Kinnaman) y su segunda al mando Katana (Karen
Fukuhara) encargado de luchar contra una nueva amenaza sobrenatural de
proporciones colosales. A ellos se le suman Jared Leto como
una nueva encarnación del Joker más ligada al crimen organizado y Cara
Delevingne bajo la dualidad de la científica June Moone, novia de
Flag, y el espíritu ancestral que la posee, Enchantress.
De todas formas, Suicide Squad es un film que se
vende mejor por sus avances e imágenes promocionales que por su verdadero
producto final. Varios momentos épicos se adelantaban durante la extensa
campaña de marketing que precedió al estreno. Pero a pesar de suceder
exactamente igual que en los tráilers, varias de estas situaciones se develan
apenas pasados los primeros cuarenta minutos de la historia y tampoco de la
mejor manera.
Esto se debe en gran parte a la irritable y fracturada
edición de la película que hace de la historia un simple álbum de fotos. Como
si hubieran tomado las mismas escenas inconexas de los anuncios publicitarios y
las apilaran, una arriba de la otra, hasta cubrir las dos horas de duración.
Algo que se termina traduciendo en una sumatoria de flashbacks salpicados
y meta-referencias por doquier, sin ningún tipo de desarrollo argumental
definido más que pasar de una secuencia de acción a otra.
Por otro lado, el ya mencionado apuro de DC por
igualar el mismo recorrido de cinematográfico de Marvel hace que la narrativa
se mueva a un ritmo torpe y vertiginoso, sobreentendiendo varios giros en
nombre de los fans comiqueros y omitiendo la necesidad de aportar motivaciones
reales a esta banda de criminales, más allá de una improbable liberación.
La violencia y la alienación esperable de estos marginados en esencia quedan
patentes en una conclusión que los acaba poniendo inevitablemente en el lugar
de héroes. Incluso para un desquiciado como el Joker.
Y justamente hablando del Joker, esta nueva
personificación de Jared Leto tampoco está a la altura de lo esperado. Esto
no es culpa de Leto, quien ya ha demostrado que su método actoral es digno de
reconocimiento, sino por la impronta genérica que irradia el personaje si la
comparamos con el carácter anárquico del interpretado por Heath Ledger o
el sello grotesco acuñado por el de Jack Nicholson. En esta
versión, el Joker es simplemente un mafioso, el líder de una pandilla armada
que roba bancos y regentea un strip club. Algo que en
definitiva puede ser la señal identificatoria de cualquier villano, pero que no
se reconoce en el arquetipo del caos con el que siempre se lo asoció.
En la misma vía aparece Harley Quinn, cumpliendo un rol
casi funcional como un mero dispenser de remates. Su locura es
solamente una pose artificial e ingenua, que no llega a hacer justicia con la
verdadera naturaleza impredecible y desequilibrada del personaje. Sin embargo,
eso no quita quedentro de esta caracterización unidimensional, Margot Robbie
se las ingenie para encantar con su magnetismo y simpatía en cada una de sus
intervenciones.
Fuera de este dúo protagónico el resto del elenco corre
más o menos la misma suerte, pero con la diferencia de sufrir una mayor
carencia de desarrollo y profundidad. En esta cuestión se puede
discutir la participación anecdótica de Jay Courtney como Boomerang, la
escasísima presencia del Killer-Croc de Adewale Akinnuoye-Agbaje, la medida
displicencia de Joel Kinnaman para ponerse en la piel de Rick Flag y el
reduccionismo que el mismo guion ejerce sobre el personaje de Cara Delevigne a
lo largo de la trama. A lo sumo se podría destacar un poco más a Jay Hernández,
quien tiene sus momentos de protagonismo honroso como el piromaníaco Diablo.
No bastante, las únicas excepciones a esta regla son Will
Smith y Viola Davis.Ambos personajes exponen todo el temperamento y
personalidad que carecen el resto de sus compañeros de segunda línea. Este
Deathshot humanizado es una mezcla entre el padre sensible de The
Pursuit of Happyness (2006) con el carisma del Capitán West de Wild
Wild West (1999). Es prácticamente Will Smith haciendo de sí mismo y
eso es algo que sorprendentemente le queda bien al personaje. Por su parte,
Viola Davis como la despiadada Amanda Waller puede que sea fácilmente de lo
mejor del film. Su papel es tan intenso que logra opacar como verdadera villana
a los mismos delincuentes que ella reclutó.
Suicide Squadse convierte en una decepción
más dentro del intento de consolidación de DC en el cine. Toda la
rebeldía y la originalidad que venía prometiendo desde su anuncio (allá por
2014) fue algo que quedo bastante desdibujado a partir de la incertidumbre de
Warner, al no saber cómo encontrarle la vuelta a estos icónicos personajes. La
filmación de escenas a poco tiempo del estreno y la cantidad de cortes de
difusión pueden que sean la mayor prueba de esta indecisión empresarial. Sin
embargo, el despliegue visual de esta producción y lo entretenida que llega a
ser por momentos, son justamente las claves para que cada uno vaya a verla y
pueda juzgar por sí mismo. Ahora la esperanza está en el Batman de
Affleck.
La ficción cambió, al igual que la forma de consumirla.
Incluso nosotros como público hemos cambiado. Pero la nostalgia sigue intacta. Parece
ingenuo hablar de esto cuando todos tenemos bien en claro que el gigante
Netflix sabe lo que nos gusta antes que nosotros mismos lo sepamos. Bienvenidos
a la tardía generación dorada del streaming. Y sin embargo,
conservamos la misma inocencia para sorprendernos una y otra vez cuando sus
producciones originales apuntan precisamente a las emociones que ahora mismo el
cine comercial sólo nos puede brindar de vez en cuando.
Stranger
Things es el fenómeno más reciente de este tipo de fan
service infalible que nos cautiva hasta el punto del fanatismo inmediato e
incondicional. ¿Pero cómo no fanatizarse? Si hablamos de una
serie hecha con todo el amor y devoción por los maestros cineastas más
influyentes de nuestra época; plagada de referencias a la música popular y las
películas que marcaron una época cultural bisagra entre los 70’ y 80’;
construido en un universo propio donde el homenaje se transforma en una especie
de cita generacional capaz de reflotar un estilo narrativo olvidado, a través
de la actualización de diversos géneros como el terror, la ciencia ficción y la
aventura; con personajes entrañables y una estética fascinante, puestos al
servicio de la materialización de la nostalgia más pura en la forma más eficaz:
reviviendo las mismas experiencias que sentimos de chicos (y no tanto) al ver
films como Alien (1979), E.T. (1982), Close
Encounters (1977), Carrie (1976), The Thing (1982)
o A Nightmare on Elm Street (1984), entre muchas otras.
No cabe duda que esta fórmula seguida cuidadosamente por sus
creadores,los hermanos Duffer, es la raíz del rotundo éxito que viene
cosechando el ciclo dentro del campo batalla que significan hoy en día las
redes sociales y el frenético boca en boca. Un 2+2=4 casi
irreal, digno de una fábrica de gallinas de huevos de oro que nos lee la mente
de antemano. Y todo gracias a esa fabulosa nostalgia. Esa dichosa y
embriagadora nostalgia, que nos obliga a ver sólo el bosque y no los árboles,
mientras nos dura la efervescencia de descubrir nuestra nueva serie favorita.
El universo verosímil
Bárbara despierta todavía un poco desorientada después de la
caída. El horror se presiente a través del reflejo de sus anteojos de marco
grueso, en tanto apenas atina a vomitar por la conmoción de traspasar los
límites de nuestro universo conocido. Hace frío. Demasiado frío teniendo en
cuenta que es Noviembre, y que los otoños en Hawkins, Indiana, son ya de por sí
bastante crudos. Sin embargo este frío es distinto, como si viniera desde lo
más profundo de sus entrañas, una sensación aterradoramente gélida que la
recorre hasta la punta de los pies al igual que una descarga eléctrica.
Al parecer cayó en una especie de pozo, parecido a una
madriguera y con las paredes atestadas de una sustancia desagradablemente
viscosa y resbaladiza. Poco a poco todo va cobrando sentido. La forma cóncava,
el trampolín, ¡se encuentra en la pileta de Steve! Aunque parezca una versión
mucho más retorcida y macabra de esta.
Con dificultad, Bárbara se pone de pie para darse cuenta que
no está sola: una criatura monstruosa sin rostro y con aspecto humanoide se
encuentra justo detrás de ella, preparada para efectuar su ataque más
mortífero. Aterrorizada grita con todas sus fuerzas en busca de ayuda, mientras
intenta escapar de ese organismo deforme subiéndose por la escalera clavada en
la pared pegajosa. El esfuerzo es en vano porque nadie puede oírla de nuestro
lado, ni siquiera su mejor amiga Nancy que está más preocupada en besarse con
Steve. Ya sin fuerzas, Bárbara se deja caer en las garras de su captor. Los
rugidos de la bestia y sus aullidos de dolor se pierden en la inmensidad del
silencio de una dimensión paralela.
Esta escena con la que comienza el tercer episodio de la
serie, condensa de manera magistral el grado de profundidad narrativa que se
llega a lograr cuando se permite que la acción fluya sin apuros, en tiempo y
forma. Es justamente en este momento donde se descubre la verdadera
naturaleza del otro lado como un reflejo siniestro de nuestra
realidad, y casi que funciona como una declaración de principios al aumentar el
nivel de tensión y violencia en cuanto al futuro inmediato de los personajes. Este
giro nos daría la pauta de un acercamiento mucho más adulto y oscuro para con
el resto de la historia, que a pesar de algunos desequilibrios, termina
mostrando su mejor cara al profundizar en el pasado turbulento de la pequeña
Eleven como sujeto de experimentación militar.
El elaborado entramado de hechos que componen la
cronología de Stranger Things, es sin dudas una de las grandes razones por las
que el programa resulta original entre tantas referencias y homenajes
conocidos. Ya partiendo del contexto de histeria colectiva producida
por la presidencia de Ronald Reagan en su batalla contra el denominado imperio
del mal que era la Unión Soviética, la serie toma los mejores
componentes de la ciencia ficción y el terror para crear un mundo lleno de
posibilidades y conjeturas sobre las circunstancias que rodean al
descubrimiento de realidades alternas. Sin embargo este trasfondo
argumental tan bien logrado, queda opacado en los momentos en donde la historia debe avanzar
y lo hace de forma descuidada sin tomarse la brecha necesaria para establecer
todas las subtramas como corresponde. Lo que hace que en definitiva se
pierda nuestra entrega emocional absoluta frente a los conflictos que suceden.
La reafirmación del universo verosímil es una de las
grandes obligaciones que tiene una ficción para validarse como tal frente al
espectador. No importa cuán fantasiosa pueda ser una premisa, si su
estructura es creíble dentro de los parámetros de la fantasía, somos capaces de
creer en engendros interdimensionales y en chicas de doce años con poderes
telepáticos como si fueran moneda corriente. La entrega emocional del
público frente a estas situaciones o personajes depende en gran medida de la
credibilidad que logre el argumento para que nos involucremos. Es
nuestro enlace de identificación con los protagonistas y su manera de hacer
frente a las adversidades. Sea para admirarlos o para repudiarlos, es necesario
que sus reacciones sean lo suficientemente orgánicas para que se ajusten a la
delicada frontera que existe entre lo que resulta verosímil y lo que no.
Lo mejor y lo peor de una época
Es así que la última serie de los Duffer Bros. se
presenta con grandes cartas sobre la mesa desde lo narrativo, pero fracasa
muchas veces a la hora de hacer que sus personajes se manejen de forma creíble
y práctica. Esto dicho sea de paso, basándose únicamente en lo
que el mismo argumento insinúa desde la misma introducción de cada individuo,
con sus respectivas personalidades y motivaciones. De esta manera, por
poner un ejemplo, personas que en un principio eran totalmente escépticas
cambian su esencia racional de un momento a otro y sin ningún proceso interno
aparente, sólo por el hecho de ser funcionales a los hilos visibles de un
guion y sus determinadas instancias clave en el argumento.
Dentro de esta concepción, resulta imposible juzgar la
reacción de una madre al enfrentar la desaparición física de un hijo, y es por
eso que queda fuera de discusión la facilidad con la que Joyce Byers decide ver
en sus alucinaciones (reales) que Will sigue vivo en otro lugar y que este
puede comunicarse a través de la luz. Sin embargo, a pesar de que todos los
síntomas que presenta el personaje de Winona Ryder demuestran una clara y
lógica negación de la tragedia, es su hijo más grande Jonathan – quien además
tiene que hacerse cargo de los trámites funerarios de su hermano – el que
prefiere creer que el culpable de todos sus males es un ser de otra dimensión,
sin ningún otro tipo de prueba más que una foto borrosa.
Pero pensemos que el pobre Jonathan decide repentinamente
creer en su madre porque el vínculo que los une es demasiado fuerte, y además
porque la posibilidad de que Will siga con vida es un deseo muy poderoso en el
cual sostenerse antes de caer en la depresión. Quien si no tendría suficientes
razones para cambiar su forma de ver la realidad es Nancy Wheeler.
Recapitulando un poco, Nancy tiene grandes motivos para
desconfiar de Jonathan por haberla fotografiado en ropa interior y por su
actitud esquiva e introvertida, totalmente opuesta a la imagen que intenta
simular frente a su novio Steve y sus amigos. Aún con la desaparición de su
amiga Bárbara sería un poco apresurado comenzar a confiar en ese pibe raro que
anda espiándola a escondidas. Pero poniéndonos otra vez en el campo de las
suposiciones, es probable que haya otros factores subyacentes (quizás un
interés romántico frustrado por Jonathan) más rotundos que la sombra extraña en
una foto, los que la hayan hecho más receptiva a la teoría de un monstruo
asesino.
Esto nos lleva a repensar también la forma en que se
estigmatiza al monstruo por sobre a los demás villanos, representados
por el gobierno norteamericano. Algunos cabos sueltos que se dejan para final
de esta primera temporada – adrede o no – hacen que nos
preguntemos las razones por la que aparece solo uno de estos feroces
organismos; la forma en que se originan, si son mutaciones o la especie
autóctona de una realidad temporal distante; y la importancia de los universos
paralelos que conforman su hábitat natural. Otro detalle que llama la
atención, es que desde un primer momento se infiere que esta criatura
actúa desde los instintos más primitivos, a pesar de su contextura bípeda. Y
es que no hay indicios de un intelecto desarrollado ya que solamente ataca para
alimentarse. Algo que por cierto se asegura que sucede únicamente cuando sus
sentidos detectan sangre, lo que significaría que cualquier mínima herida
podría ser la causa de una potencial víctima en el pueblo y no solamente las
únicas dos (Will y Bárbara) que se vieron hasta ahora durante la serie.
Estas y muchas otras dudas permanecerán sin respuesta por ahora.
Pero si continuamos hablando de otras actitudes discutibles
e inverosímiles, es necesario remarcar la exagerada irresponsabilidad de
los adultos como un común denominador en la población de Hawkins.
Recordemos que la situación en el pueblo no es la mejor luego de la
desaparición de dos personas y eso se nota en la preocupación de algunos padres
al imponerles a sus hijos la condición de que no salgan solos de noche. No
obstante, nos encontramos varias veces con el grupo de jóvenes protagonistas
paseando libremente en sus bicicletas por las calles desiertas, inadvertidos
mientras los persigue abiertamente el FBI con camionetas y armas de fuego.
Incluso algunos padres literalmente ausentes como los de Lucas y Dustin hacen
pensar que estos chicos no se encuentran en las mejores manos.
Si tenemos en cuenta que el ciclo es un evidente homenaje
ochentoso, no sorprende queeste recurso de la
irresponsabilidad crónica en los padres era muy común en las ficciones de esa
época. Para eso no hay más que ver The Goonies (1985)
o The Wonder Years (1988-1993) para darse cuenta que los
chicos de los 80’ al parecer siempre se criaban solos. Y así y todo eran
capaces de hacer frente a cualquier amenaza. Otro de los grandes recursos que
nunca faltaban en la década de los neones fluorescentes y que en Stranger
Things también dice presente son los niños que hablan y piensan como
adultos. Una mecánica tan adorable como artificial, que ayudó en gran
medida a construir la carrera de actores prodigio como Fred Savage y Macaulay
Culkin.
Este flagelo – si lo podemos llamar de alguna manera – lo
podríamos tomar solamente como un guiño simpático sino fuera porque es el fiel
reflejo de las mayores faltas al verosímil que intenta sostener la serie de
Netflix. No porque Mike, Eleven, Lucas y Dustin no puedan ser lo
suficientemente inteligentes para elaborar un plan que traiga de vuelta a su
amigo Will. Sino porque los mismos adultos – sean héroes o villanos –
actúan de manera absurda e irreal con tal de acelerar el desarrollo del
argumento.
Si anteriormente me refería a la escena de la muerte de
Bárbara como una de las más idóneas para destacar cuando se respetan los
procesos necesarios en los que la acción se puede desarrollar con
naturalidad, a continuación se encuentran los momentos en donde sucede todo lo
contrario. El caso más representativo es el del comisario Hopper (David
Harbour); un policía de lo más experimentado e incorruptible, acechado por el
trágico recuerdo de su hija fallecida y dispuesto a resolver el misterio de las
desapariciones sin importar el caiga quien caiga. Sin embargo, lo primero que
hace al enterarse que la CIA está involucrada en esta conspiración, es
infiltrarse en un centro de investigación de máxima seguridad por la
puerta principal llena de cámaras y guardias armados, sin medir las
graves consecuencias que sucederían si lo encuentran. Pero lo peor de todo
esto no es la imprudencia de Hopper al proceder al mejor estilo kamikaze, sino
que indefectiblemente lo atrapan, lo reducen en el suelo y finalmente LO DEJAN
IR.
Justamente el gobierno de los Estados Unidos; durante uno de
los períodos más sangrientos de la guerra fría; en un laboratorio secreto que
desarrolla armas para combatir a la URSS; los mismos que en el primer episodio
no dudaron en asesinar al cocinero de un bar sólo porque de casualidad se
encontró con Eleven; esa misma gente cruel y despiadada es la que lo deja ir
siendo el único testigo del proyecto más ultra-clasificado del mundo, y
para colmo haciéndole creer que todo fue un sueño.
Justamente el gobierno de los Estados Unidos; durante uno de
los períodos más sangrientos de la guerra fría; en un laboratorio secreto que
desarrolla armas para combatir a la URSS; los mismos que en el primer episodio
no dudaron en asesinar al cocinero de un bar sólo porque de casualidad se
encontró con Eleven; esa misma gente cruel y despiadada es la que lo deja ir
siendo el único testigo del proyecto más ultra-clasificado del mundo, y
para colmo haciéndole creer que todo fue un sueño.
Pero seamos comprensivos una vez más. Pensemos que se
levantaron de buen humor y pensaron “Pobre tipo, seguro que está borracho
porque se le murió la hija. Mejor lo dejamos ir”. Y que además por eso tuvieron
la decencia de no golpearlo mientras lo llevaban a su casa, lo acostaban en el
sillón y lo tapaban con una frazada. Está bien, la suerte estuvo del lado de
Hopper por una vez en la vida. Seguro que ahora va a ser mucho más
cuidadoso y va a planear su entrada con mucha más precaución.
Error. La segunda vez ni siquiera llega hasta la
puerta que ya lo atrapan con un foco de vigilancia y se lo llevan para
interrogarlo acompañado de Joyce. Bueno, seguro que ahora ya no hay vuelta
atrás. No te pueden atrapar dos veces, DOS VECES y que te dejen ir para que se
la cuentes a todos tus amigos. Estos tipos a lo sumo te perdonan una vez y con
mucha suerte.
Error otra vez. Aunque en esta oportunidad no la
pasa tan bien y recibe un par de golpes, LO DEJAN IR DE NUEVO con la condición
que no le cuente a nadiesobre los experimentos neuro-psiquiátricos que
hacen en el lugar. Si, a pesar de que ya lo pescaron una vez metiéndose en uno
de los lugares más protegidos de los Estados Unidos, siguen confiando en que no
va contar nada. Y además como premio lo llevan a la otra dimensión para salvar
a Will. La verdad que así es un placer que te capture la CIA.
Aunque tampoco es que los del servicio secreto sean tan
despiertos para cazar a sus enemigos. Sin ir más lejos, mientras la banda de
Eleven y compañía se encontraba terminando los últimos detalles para rescatar a
Will, los chicos hacen un tour por la comisaría, la escuela, la casa de los
Byers, es decir todo el pueblo, y en ningún momento se les ocurre a los
militares ir a buscarlos o poner alguna custodia en ninguno de estos lugares.
Además que Hawkins debe tener como mucho una superficie de cincuenta cuadras,
así que tampoco estamos hablando de un gran despliegue.
En esos momentos donde el límite sutil de lo verosímil
se rompe, se hace muy difícil recuperarlo. De qué sirve revolear un auto
por el aire con tus poderes telapáticos si los que te están persiguiendo tienen
las pistolas de adorno. A fin de cuentas, lo único que genera este tipo de
situaciones es que se pierda la admiración por las hazañas de los
protagonistas y el respeto por los villanos. Es verdad que no dejan de ser
simples detalles, pero son esas desprolijidades las que hacen que una
ambientación y dirección de arte excelentes, con un elenco de primer nivel
entre jóvenes talentos y experimentados, sustentado con un universo
ficcional tan interesante, visiblemente trabajado y complejo, se terminen
transformando en meros elementos de un cuento pasatista.
Un rato más de rodaje
¿Pero cómo pueden ocurrir estos descuidos? Si dentro de
un capítulo tenemos a Millie Bobby Brown brillando con luz propia en los
intensos flashbacks y al siguiente se decide resolver en 5 minutos que el
cadáver de Will es falso sólo por un improbable presentimiento. Será que le
estoy exigiendo demasiado una simple serie mediocre con sus lógicos altos y
bajos. Quisiera creer que no. Porque si fuera mediocre, no seríamos
parte de este fenómeno que la reconoce como una de las revelaciones del
año, con una de las mejores bandas de sonido, no hablaríamos de lo capo que es
Gaten Matarazzo o de las referencias a Poltergeist (1982) que
se nos pasaron por alto la primera vez. Es más, ni siquiera estaríamos
discutiendo defectos ni virtudes y Stranger Things habría sido otro de los
tantos pilotos olvidados en el tiempo. O algo peor. Podría haber sido como
la segunda temporada de True Detective.
Es difícil pensar ahora si con dos o
tres capítulos más se podrían haber evitado los cambios de
personalidad abruptos, los giros forzados y las resoluciones
apresuradas. Aunque indudablemente los Duffer tienen todo el
potencial para convertir la próxima odisea de estos simpáticos héroes
preadolescentes en un pasaje mucho más orgánico que los muestre juntos
otra vez venciendo a sus propios demonios personales.
Stranger Things termina su primera temporada marcando un
precedente inigualable en cuanto a la gestación de una impronta única con lo
mejor (y peor) de una época, pero deja un sabor amargo, producto de lo
extraordinaria que podría haber sido con un rato más de rodaje para cerrar
ideas y atar un par de cabos sueltos. Queda mucho todavía para
descubrir con qué otro monstruo nos asustarán los Duffer el año que viene. Pero
si tuviera que apostar ahora pondría todas mis fichas en Will y
sus babosas.