viernes, 22 de abril de 2016

Crítica de La larga noche de Francisco Sanctis (Talent Press)



Esta reseña fue realizada en el marco del Talent Press del Talents Buenos Aires 2016.


La herida del terrorismo de estado todavía sigue abierta para los argentinos. Somos hijos y nietos de una generación que todavía intenta dejar atrás sus miserias a través de una simple pero poderosa consigna: El “Nunca más”, dos palabras que simbolizan la memoria activa y la certeza de jamás volver a permitir que sucedan este tipo de atrocidades. Esto es algo de lo que el cine, como producto ineludible de un colectivo en movimiento, nunca pudo ser ajeno desde el retorno a la democracia. Pero, después de retomar tantas veces este período tan oscuro y doloroso, la duda aparece a la hora de tener que encontrar alguna perspectiva nueva dentro de los hechos que ya todos conocemos.

Respondiendo un poco a esta incógnita, es que La larga noche de Francisco Sanctis, ópera prima de Andrea Testa y Francisco Márquez basada en la novela homónima de Humberto Costantini, decide contar la historia del hombre común que se mantuvo al margen –adrede o no– de las disyuntivas ideológicas. Moviendo el foco de atención de las víctimas o victimarios del nefasto Proceso, para hacer hincapié en la característica negación psicológica de mucha gente frente a la evidente desaparición de personas.

Diego Velázquez se pone magistralmente en la piel de Francisco Sanctis, un funcional empleado de una empresa mayorista, atrapado en un puesto sin futuro y sometido a la plácida rutina del trabajo administrativo. Hace mucho tiempo que quedaron atrás sus convicciones revolucionarias de cuando escribía poemas y fantaseaba con sus amigos sobre la lucha de los trabajadores. Hoy (o mejor dicho en 1977, año en el que sitúa la película) Francisco es padre de dos chicos y no tiene tiempo para opinar sobre la agitada situación política que lo rodea. De vez en cuando ve cómo los militares detienen a alguien por la calle, pero él mismo sabe que no tiene otra opción más que agachar la cabeza. Sin embargo, esta pasividad cotidiana se verá interrumpida cuando reciba la llamada de Elena, una antigua compañera de la facultad con la propuesta de publicar un escrito de su juventud. Sorprendido por la ocurrencia, Francisco accede al reencuentro sin saber que su vieja amiga es actualmente la esposa de un oficial de la aeronáutica.

Casi al pasar, Elena le revelará los nombres de una pareja a punto de ser secuestrada esa misma noche, encomendándole al protagonista la encrucijada moral de decidir entre no meterse en problemas y cargar con la culpa de no haber hecho nada por ayudarlos, o intentar avisarles poniendo en riesgo su vida y en consecuencia la de su familia.

A partir de esta premisa comenzará la larga noche a la que alude el título del film. Es así que Sanctis transita por todos los miedos y reproches propios de una persona a la que la convicción política le fue reprimida por un estado opresor, acrecentado por el dilema ético de un hombre que sabía demasiado.

Más allá del juego de palabras, esta referencia a Hitchcock no es el azar. Y me refiero a que no cabe duda que la película de Testa y Márquez gira alrededor de la impronta con la que el maestro del suspenso hacía que sus personajes se vieran obligados a exceder sus límites, a través de situaciones que derriban su zona de confort. De esta manera, el personaje principal se introduce en una Buenos Aires laberíntica y sombría que refleja excelentemente la atmósfera de tensión constante pretendida por la dupla de directores. Algo que se logra con creces a base de una notable dirección de fotografía y la predisposición a los primerísimos planos, capaces de resaltar la significativa evolución emocional del protagonista.

Por otro lado, no deja de ser destacable que este entorno claustrofóbico se logre imponer por sobre la austera y casi minimalista puesta en escena. En esta representación de la asfixiante dictadura militar de la década del ’70 no hay lugar para los disparos, ni policías, ni Ford Falcon verdes. Ni siquiera hay algún tipo de música que acompañe la travesía de Sanctis por la desértica Capital Federal. Lo más parecido a eso es la inclusión de Yo quiero tener un millón de amigos, el tema del cantante brasileño Roberto Carlos, con la única finalidad de ironizar la angustia general del argumento.

“Ya no estamos en la facultad”, le recuerda un amigo a Francisco cuando este comienza a dudar sobre si vale la pena arriesgarse por unos desconocidos. Probablemente no sea sólo ese pasado inocente de ilusiones revolucionarias lo que incentive al protagonista a actuar, sino la misma determinación que hasta hoy nos motiva a seguir haciendo películas de este tipo cuarenta años después. La memoria no se pierde.



Reseña publicada originalmente el 18 de Abril de 2016 en Otroscines.com

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